“Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas / o los mil soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros”, dice el poema “Kabul” que el persa Saib-e-Tabrizi escribió en el siglo XVII. Muchas centurias antes, el clásico poeta afgano Daqiqi de Balkh ya había descrito a su patria herida: “Los desiertos son como seda manchada de sangre / y el cielo tiene la fragancia del almizcle”. Para que con ese sino invariablemente trágico, ya en el siglo XX, el ilustre bardo contemporáneo Rudakí Khalilullah Khalili anotara sobre la devastada ciudad en la que había nacido: “De dolor y tristeza, el destino me ha moldeado / ¿cuál ha sido, ay, mi alegría de la copa de la vida? / Como una vela que arde en el viento que sopla / tiemblo, me quemo, me muero”.
Lo cierto es que la obra de los grandes poetas persas Daqiqi, Ferdousí, Sanai, Attar, Rumi, Saadi, Nizami, Omar Khayyam o Hafez de Shiraz ha permanecido intocada en su gracia, donaire y ese estilo epigramático que afectó al barroco español y dio lugar al arte mudéjar. Pero la poesía árabe debe ser lo único que la barbarie fraticida talibán no pudo exterminar, pese a que el 11 de agosto de 1998 ingresaron a la biblioteca pública de Puli Khumri y la emprendieron contra 55 mil libros y manuscritos antiguos. En diciembre de 2015 los yihadistas quemaron la biblioteca de la Universidad de Mosul y, a finales de febrero, volarían la biblioteca pública central de la ciudad. Miles de libros y manuscritos centenarios desparecieron o aparecieron en el mercado negro.
Ocurre que Afganistán, foco poderoso de irradiación cultural, está ubicado en un precioso cruce de caminos hacia el sur de Asia, el territorio ideal para fructificar: ningún otro país como el afgano tenía las fronteras porosas hacia las rutas comerciales entre Oriente y Occidente. Como paso obligado para la ruta de la seda, se alimentó del budismo, la cultura helenística y recibió las influencias egipcias del oeste. Los historiadores creen que, inclusive, el permanente estado convulso de ese pueblo generó una amalgama invaluable de arte en el continuo cíclico de renacimiento y destrucción cultural. Así, las invasiones, ocupaciones y rotación dinástica solo conseguirían dotar de color, robustez y dinámica a la sensibilidad de su gente.
Armas de destrucción masiva
Esto es, el aporte de los imperios islámico, sasánida, aqueménida, macedonio e indio maurya, al igual que las cortes nómadas transitorias que llegaron al poder —kushanis, heftalitas, shahis, saffaríes, samanids, hotakis, duranis y greco-bactrians, entre otros—, lo único que hicieron fue darle esplendor al arte afgano. Hasta que con la llamada modernidad llegaron las armas de destrucción masiva y el arte no como daño colateral sino como víctima directa: durante la ocupación soviética (1979 – 1989) miles de obras de arte fueron saqueadas o directamente desaparecieron. En esos años solo hubo una excavación arqueológica, la de Tepe Maranjan en Kabul.
Lo que vino fue una verdadera carnicería ejecutada en paralelo con la destrucción de los sitios arqueológicos: los primeros en caer serían los complejos arqueológico-monásticos de Hadda, Tepe Shortor, Ai Khanoum, Bactres y Tepe Marandjan que estaban al cuidado de expertos franceses y afganos. Sus 23 mil esculturas de arcilla y yeso con relieves greco-budistas, excavados entre 1930 y 1970, eran herencia del budismo y el helenismo tradicional de una perfección solo comparable con las esculturas encontradas en el Templo de Apolo en Bassae, Hadda fue destruida completamente en 1980. Las estupas budistas y cuevas decoradas con estuco del siglo II d. C. de Tepe Shortor fueron destruidas y sus estatuas rematadas en bazares paquistaníes.
De los templos budistas Tapa-Kalan, Tapa-i-Kafariha, Bagh-gai, Chakhil-i-Gundi, deh-Ghundi y Gar-Nao quedan algunos vestigios. No se puede decir lo mismo de los capiteles corintios y dóricos, de los cientos de piezas de marfil, joyas, grabados, medallones de yeso, artículos de bronce, monedas preciosas, estatuillas y toneladas de tesoros numismáticos saqueados en Ai Khanoum, la legendaria Alejandría del Oxus y complejo greco-bactriano (siglo IV a. C.). La devastación de Ai Khanoum comenzó con los detectores de metales y terminó con lo que se ve ahora: cráteres. No menos criminal sería la desaparición de 350 kilos de oro y 550 mil monedas de plata y bronce del complejo Mir Zakah. Ubicado en la frontera con Pakistán, era el tesoro numismático de la era greco-bactriana. En 1992 se descubre en el fondo de un pozo el mayor depósito de monedas en la historia. Y esas cuatro toneladas de metal acuñado se malbarateó en Suiza.
Depuración antiislámica
Sin embargo, el Museo Nacional de Kabul sería el blanco predilecto del desquiciamiento talibán: en mayo de 1993 fue impactado por cohetes que penetraron el techo y pulverizaron sus puertas y ventanas antes de que se robaran cuatro mil obras de arte antiguo. Hicieron lo propio con el Instituto de Arqueología bajo la guía de ladrones profesionales que se llevaron hasta los catálogos para identificar los objetos. Eso ocurrió con 100 mil piezas del Museo Nacional, el 70% de la colección de los Museos Nacionales y el 100% de los objetos del Instituto Arqueológico. En febrero de 2001 volvieron a asaltarlo solo para destrozar lo que quedaba mientras gritaban ‘Allahu Akbar’ (dios es grande).
Ocurre que con la emergencia del régimen talibán (1996 – 2001) se prohibió la representación de seres vivos, una afrenta directa al Todopoderoso. La remoción de pinturas de los hogares, la quema de libros de arte, la clausura de televisoras y la prohibición de la música fue el aperitivo a la quema de pinturas, destrucción de películas y depuración “antiislámica”, que incluía no volar cometas ni tener aves como mascotas. También estaba prohibido que las mujeres se maquillen y usen los tacones altos en cumplimiento de los sacrosantos mandamientos del Departamento de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio.
Así, la destrucción de 2.750 obras de arte antiguas en el Museo Nacional de Afganistán, durante octubre de 2001, fue lo que vino después del acto criminal más devastador contra la historia de ese país: en una acción coordinada de explosivos, tanques, fuego antiaéreo y bombas incendiarias, se pulverizaron los Budas de 53 y 36 metros situados en los imponentes acantilados de arenisca de Bamiyán, en marzo de 2001. Enchapadas en cobre y brillantemente ataviadas, las estatuas se iluminaban día y noche. La soldadesca prefirió desestimar los ruegos del mundo entero para que ‘perdonara’ a las estatuas.
La tarea del héroe
El 2015, el estado Islámico tampoco perdonó a las joyas que encontraba a su paso. Por ejemplo, ese oasis del desierto y joya de la ruta de la seda que era la ciudad siria de Palmira (2015), colgando de una columna al arqueólogo que protegía sus 2 mil años de historia. Allí mismo dinamitaron el templo fenicio de Baal Shamin, el Templo de Bel y el Arco del Triunfo. Luego ametrallaron las estatuas que orlaban ese prodigio de arquitectura grecoromana que era la ciudad iraquí de Hatra (III a.C.), desfiguraron la estatua de la deidad mesopotámica Lammasu en Nínive (600 - 900 a.C.), excavaron los tesoros de Nimrod (3.200 años) y las mezquitas de Goa y Tombuctú en Malí.
Con semejante prontuario criminal, se han disparado todas las alarmas para la supervivencia y preservación del patrimonio que milagrosamente ha quedado de pie. El Museo Nacional intenta restablecer los cursos de escultura en arcilla para rescatar el patrimonio cultural perdido, olvidado o suprimido. Y desde el 2002, el gobierno ha encomendado a la UNESCO la salvaguarda de su patrimonio cultural. La idea es desarrollar un sentido de propiedad común con el legado monumental. Todo lo cual deberá ocurrir teniendo millones de desplazados, pobreza a gran escala, falta de vivienda, inestabilidad política y destrucción casi total de la infraestructura nacional básica. Así las cosas, restablecer la unidad nacional apelando a un pasado glorioso deviene en una tarea abrumadora, colosal y francamente heroica.
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