Una noche de hace cincuenta años fui a ver Muerte en Venecia (1971). Era un colegial de secundaria y elegí aquel estreno pensando que era un policial. Luego de ver los largos planos iniciales que mostraban el arribo del protagonista a Venecia, intuí que no habría tiroteos ni persecuciones. Sin embargo, pese a no estar acostumbrado a un ritmo tan moroso, sentí que me invadía una extraña emoción. Las imágenes crepusculares de Venecia, inundadas por la música de Mahler, emanaban un intenso lirismo y creaban una extraordinaria atmósfera sensorial. Después de todo, la película se adentraba en la conciencia de un artista en crisis y abría las puertas de una dimensión espiritual que yo había empezado a entrever gracias a la literatura, donde solía buscar respuestas a mis crecientes preocupaciones existenciales.
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Como se sabe, la película de Visconti está basada en la novela La muerte en Venecia que Thomas Mann publicó en 1912. Es importante reparar en el matiz implícito en el artículo ‘la’ del título, pues, a fin de cuentas, el autor le asigna a la muerte un rol similar al de un personaje. Y, en efecto, el joven Tadzio encarna el ideal platónico de la belleza absoluta, pero también su condición evanescente e inasible, la amenaza constante de la finitud de la existencia. De ahí la atracción irresistible que ejerce sobre Gustav von Aschenbach, un escritor (Visconti lo transforma en compositor) que, cumplidos los cincuenta, experimenta una declinación vital y creativa que lo lleva a refugiarse en Venecia. Allí, en una ciudad cuyo esplendor se confunde con el deterioro, tropieza con un adolescente cuya belleza andrógina lo cautiva y enciende en él una pasión que creía ya extinguida para siempre.
Thomas Mann lidiaba con una homosexualidad reprimida, inclinación que no desconocía su esposa Katia, quien revelaría que La muerte en Venecia describe una experiencia real. En 1911, mientras vacacionaban en la isla del Lido, Mann se había quedado prendado de un adolescente polaco que vestía un traje de marinero y que estaba alojado en el mismo hotel con su familia. “Captó la atención de mi esposo de inmediato. Este chico era tremendamente atractivo y mi esposo siempre estaba mirándolo con sus compañeros en la playa. No lo persiguió por toda Venecia, no lo hizo, pero el chico lo fascinaba y pensaba en él a menudo”, anotó ella en sus memorias.
Un reciente documental, El chico más bello del mundo (2021), sigue el rastro del actor que encarnó a Tadzio. Los directores son los suecos Kristina Lindström y Kristian Petri, quienes debieron ganarse la confianza de un individuo solitario y renuente a comunicarse con el mundo. A sus 66 años, con sus largos cabellos y barba canosa, Björn Andrésen se asemeja a un hippie viejo y sombrío, como si se hubiera empeñado en borrar cualquier rasgo que evocara al muchacho hermoso de Muerte en Venecia. Arrastrado por un fenómeno cinematográfico que escapaba a su control, sus demonios personales lo sumieron en una depresión y un alcoholismo devastadores.
El chico más bello del mundo incluye secuencias de un curioso film de Visconti, En busca de Tadzio (1970), documental que registra su obsesión por encontrar a un adolescente con los atributos del personaje. Así, vemos las sesiones de casting que realiza en diversos países europeos, hasta que, de paso por Estocolmo, aparece el candidato soñado. Como Aschenbach (y Mann), se siente deslumbrado. Aunque el joven escandinavo es muy alto y tiene quince años, un par más que el Tadzio de la novela, las facciones de su rostro y su cabellera de color miel irradian una belleza ambigua digna de una pintura renacentista.
La fascinación de Visconti aumenta cuando le pide a Björn que se quite el suéter. Está claro que quiere ver cómo luce su torso al natural, igual que un pintor que examina a una modelo desnuda y estudia sus mejores ángulos. El muchacho se turba, ríe nerviosamente. Su incomodidad es evidente, pero no se atreve a rehusar. Se desviste y, al final, acaba en traje de baño. Extasiado ante su cuerpo delgado y pálido, Visconti le ordena que se desplace y hace que su camarógrafo y su fotógrafo lo retraten en distintas poses. Si bien se trata de un escrutinio profesional, uno no puede evitar la sensación de que hay algo casi obsceno en el procedimiento, dada la manera como el adolescente es escudriñado por el director y su equipo.
Visconti, quien no ocultaba su homosexualidad, eligió a un actor de la misma orientación, el británico Dirk Bogarde, para que interpretara a Aschenbach. Pero Björn Andrésen no era gay y, más bien, se negó a aceptar los roles de homosexual que le ofrecieron después. En el documental sueco, se queja de que Visconti, luego del estreno en el Festival de Cannes, lo llevara a un bar de ambiente, donde fue acribillado por las miradas lúbricas de viejos pederastas como si fuera un efebo. “La gente no comprende el efecto que esto puede tener en un chico”, observa. “No habría aceptado el papel de Tadzio de haber sabido cómo iba a afectar a mi vida”.
Ha transcurrido medio siglo desde aquella noche que vi Muerte en Venecia por primera vez. Aunque ha pasado tanto tiempo, no he olvidado las palabras con que Aschenbach se refiere a su última pasión: “Quien ha contemplado la belleza está condenado a seducirla o morir”. Tenía razón. Tadzio era el ángel de la muerte.
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