Su obra ha sido un intento por encontrar su lugar en el mundo. Si bien Esther Vainstein nació en Lima en 1947, sus orígenes están en Polonia y Rumania, de donde vinieron sus padres antes de estallar la Segunda Guerra Mundial. Eso los salvó del exterminio nazi. Sin embargo, la mayoría de su familia judía en Europa pereció en los campos de concentración. Actualmente, ella tiene una hermana y dos hijas que viven desde hace buen tiempo en Estados Unidos. Por eso, dice: “Soy la primera y la última generación de mi familia en el Perú”.
Esto la llevó a buscar sus raíces a través de sus proyectos artísticos, y decidió adoptar el desierto costeño como su patria. “Yo no conozco Polonia ni Rumania y tampoco tengo ganas de ir porque no quiero visitar los campos de concentración. Esto es como una búsqueda de raíces en un país que no es el mío, como tampoco lo son Polonia ni Rumania. Yo estudié cine y trabajé nueve años en la BBC de Londres haciendo documentales sobre el Perú, viajé mucho y descubrí el desierto que para mí resulta fantástico. Es un tema recurrente en mi obra desde hace 40 años”, dice.
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Y el desierto costeño está conectado con lo precolombino, con culturas como Chancay, Paracas y Nazca, temas que Esther Vainstein ha desarrollado en pinturas e instalaciones como la realizada en 2007, en el ICPNA, titulada Ofrendas de Barro y Viento / Cadencia y variaciones, una exposición antológica de su obra, donde construyó una huaca enorme en la sala miraflorina. “Ese año ocurrió el terremoto en Pisco —cuenta— y se derrumbó una casa hecha de adobes en Chorrillos. Uno de los obreros que estaba trabajando conmigo me aviso del hecho y esa noche mandamos un camión a recoger esos adobes y con ellos construí la instalación de la huaca. La hice con arena negra como símbolo de la muerte causada por el terremoto. Ahí trabajé con el arquitecto Paulo Dam y el registro fotográfico lo hizo de Edi Hirose. Fue toda una experiencia”.
Fragmento de adobes
La obra que Esther Vainstein presenta para el proyecto De Voz a Voz Perú es parte de aquella instalación. En la imagen se ve una pared precaria armada con adobes. “Los adobes reutilizados grafican las varias vidas que debió haber tenido esa casa en Chorrillos. Parece que tenía un cuarto rosado, otro celeste, otro verde, pues todos esos colores se ven en los adobes; ahí hay toda una referencia a recuperar las cosas, al tema de la muerte, a construir un espacio sagrado como una huaca”, añade la artista.
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Lo que a ella le interesa contar es eso que se esconde y revela en la aparente inercia del desierto. “El desierto está vivo —dice— las arenas se mueven constantemente, tapan y destapan las cosas. En Paracas, en Nazca, en Palpa, por ejemplo, los vientos cambian mucho, y existen cosas que recién se han ido descubriendo, como las líneas Paracas, porque antes estaban ocultas”. Se queda en silencio y segundos después, agrega: “Hace más de 40 años, vivo frente al mar y creo que este es equivalente al desierto. Las mareas cambian, nunca nada es igual, todos los días el mar es distinto, lo mismo sucede con el desierto, por eso cada persona tiene una visión distinta de él”.
En el texto que acompaña la obra, se lee: “Lo escondido, lo oculto, que se revela con los vientos y se vuelve a tapar son temas que me interesan. La cuarentena que aún sigo yo, la llamo la soledad del espacio. Yo me entretengo leyendo, con el gato, la cocina y la limpieza. La habitación de la Huaca, el útero que forman los adobes pintados de una antigua casa de Chorrillos, la arena negra usada en casi todas las piezas, recuerdan los fallecidos en el terremoto de Pisco 2007 y a los de ahora por el Covid”.
Le pregunto sobre la soledad y sus días en esta época de pandemia y ella responde, siempre abierta al diálogo: “Últimamente, ya no estoy trabajando porque tuve una caída en la calle, me rompí el hombro, los brazos y muñecas, me duelen bastante, y como vino la pandemia no pude seguir haciendo mi rehabilitación. Estos meses los he pasado con mi gato Ñahui (ojos en quechua), es mi compañía y a la vez mi martirio porque bota mucho pelo, pero los dos nos las bandeamos. Yo soy su humano y él es mi animal. En realidad, soledad no tengo, puedo decir que el departamento tiene soledad, pero yo no, yo tengo libros, leo y dibujo mucho”.
Ella espera que pase pronto la pandemia para volver al desierto, a Cahuachi, a Wasipunko, donde vive su amiga, la acuarelista Olivia Watkin, y echarse juntas en las lomas, a las doce de la noche, para sentir la energía única de la arena. “Es algo que no he sentido en ningún otro lugar”, dice.
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