Abundan, hasta sobran, las semblanzas en torno a Charles Baudelaire, en especial a pocos días de que se conmemoren los 200 años de su nacimiento. Y en todas, casi como si fuera una regla, se funden los comentarios a su obra y a su turbulenta vida. ¿Será necesario, para una mejor comprensión de su literatura, separar lo escrito del escritor? ¿O es justamente Baudelaire uno de los mejores representantes de aquella fundición entre ambas esferas?
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Poeta maldito, representante del simbolismo, conceptualizador de la modernidad, Baudelaire reflexionó en sus momentos de lucidez sobre las contradicciones entre lo trascendental y lo efímero, quizá consciente de la condición paradójica de su propia vida. “Por la modernidad me refiero a lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente que constituyen la mitad del arte; lo otro es lo eterno y lo inmutable”, escribía en “The Painter of Modern Life”, un texto interesantísimo para revisar en retrospectiva.
Para el poeta peruano Carlos López Degregori, con Baudelaire empieza “ese territorio extraño y confrontacional en el que crece la poesía moderna”. Y agrega: “Entre sus innumerables aportes, quiero destacar la desacralización de la figura del creador, la conciencia del hacer poético y su descubrimiento de la ciudad y los personajes que la pueblan. Belleza y degradación, misticismo y satanismo impregnados de tedio y melancolía que él denominaba ‘spleen’, el malditismo, la atracción por lo bizarro y morbos”.
Estudiante de Derecho, Baudelaire fracasó en su intento de continuar por la vía diplomática, como su familia esperaba de él. No tenía ni 20 años cuando empezó a frecuentar prostíbulos y bebederos degradantes, al punto que su padrastro decidiera enviarlo de viaje a Calcuta para alejarlo de las tentaciones de la perversión. Por supuesto, ni siquiera completó el viaje. Dio media vuelta para retornar a sus pulsiones y lo mejor que sacó del interrumpido trayecto fue un poema: “El Albatros”.
Este alado viajero, ¡qué inútil y qué débil!
Él, otrora tan bello, ¡qué feo y qué grotesco!
¡Este quema su pico, sádico, con la pipa,
Aquél, mima cojeando al planeador inválido!
Mirando al ave decadente, Baudelaire podía mirar a sí mismo. En esa línea, Diego Alonso Sánchez, otro poeta local, lo recuerda: “Baudelaire nos da la oportunidad de buscar en los fondos más oscuros de nuestra alma para encontrar belleza; es decir, descubrir el material preciso para el poema entre los vapores fantasmales y sórdidos de la realidad que nos circunda. Aquello, que ya es una virtud, también fue una verdadera revolución en su tiempo: quebrar la idea estereotipada del poeta en el parnaso gozando de los favores de los dioses, para asentarlo, atento y sensible, en las puertas del submundo, coqueteando con el mismo demonio y sus aberraciones”.
LA FIGURA DEL AUTOR
Sánchez agrega que “si a la notable condición literaria de Baudelaire le sumamos la brillante experiencia que experimentan los jóvenes leyendo su poesía, el pedestal en donde se ubica está bien ganado”. Sin embargo, cabría preguntarse si es que el impacto del poeta francés realmente sigue el mismo que el de hace algunas décadas. ¿Sigue tan sólida la vigencia bicentenaria del autor de “Las flores del mal” y “Los paraísos artificiales”?
“Creo que Baudelaire sigue siendo nombrado como a alguien que uno debe leer –opina la poeta Valeria Román Marroquín–. Tal vez porque es uno de los que inaugura una forma muy moderna de comprender la figura autoral y al individuo. Claro que eso está en su obra, y esas tensiones están estudiadas. Sin embargo, yo apuntaría a la construcción de la figura del autor. Creo que si a Baudelaire se le recuerda, más allá de su escritura, es la leyenda de su vida y la forma en la que vivía ‘la poesía’ –sea lo que eso signifique–”.
De acuerdo a Román, hoy por hoy se ha vuelto problemático celebrar esa figura de autor. “Y no lo digo en un sentido moral –es decir, no tiene nada que ver con condenar la decadencia o la bohemia–, sino porque las figuras autorales han pasado una serie de transformaciones tales que ya no es concebible o imaginable sostenerse de esa forma: los procesos de escritura y de exhibición en el espacio público no permitirían que los autores se arrojaran a entender la escritura como una experiencia vital a la que uno se arroja. Esa no es la experiencia estética de la época, y mirar a Baudelaire parecería anacrónico, aunque haya representado una ruptura de carácter fundacional. Sea como sea, parece que a doscientos años, nos hemos domesticado”, agrega.
PERVERSA JARDINERÍA
Para comprender el juego entre la belleza y el horror que Baudelaire puso en práctica, no hay mejor obra que “Las flores del mal”. Puede sonar a lugar común, pero basta revisar someramente algunos de los versos de esa jardinería perversa para asumir el talante de su genio. “Baudelaire fue el primer poeta que posó su mirada en la ciudad sórdida, en la urbe carcomida por la peste y la decadencia. En ese sentido, fue un innovador y un provocador de su época. Creo que ese fue su gran aporte: hizo poesía de las llagas y la melancolía. Fue nuestro gran poeta moderno, el pionero”, señala el poeta Roy Vega Jácome, quien elige un verso de dicha obra como su predilecto: “Una gran sonrisa es un bello rostro de gigante”.
Para Carlos López Degregori, “Las flores del mal” son “una inmensa catedral profana”. “Baudelaire es el agudo crítico del arte moderno, el explorador de extrañas sustancias y venenos, el creador de nuevas formas literarias como el poema en prosa. Hay un Charles Baudelaire para cada ‘hipócrita lector’, pues todos somos sus ‘prójimos y hermanos’: así lo atestiguó en la dedicatoria del libro de poemas al que dedicó toda su vida”
“Lo descubrí cuando estaba en quinto de media a través de la traducción de Nydia Lamarke, en esos libros blancos de la editorial Losada –prosigue López–. De allí tomo el verso final del poema ‘El viaje’ que clausura ‘Las flores del mal’. Desde entonces me ha acompañado: ‘Al fondo de lo desconocido, para encontrar lo nuevo’”.
“Leerlo era gritar sin abrir la boca”
Escribe: Cecilia Podestá
“A los quince años tuve un jardín que me corrompió. En él estaban enterrados los que habían traicionado a Dios y a sus demonios y los lloraban prostitutas viejas como las flores más perversas conservando amor mas no belleza. Todas esas voces, fuegos, madres endemoniadas querían mi fe y hasta la pureza que yo iba destruyendo adrede. En las noches Baudelaire reposaba en mi regazo. Leerlo era gritar sin abrir la boca y esperar el momento para hacerlo. Además iba dándome cuenta que éramos flores famélicas, albatros muertos, herejes entregados a la terrible ceremonia de las palabras. Esas flores caídas me hicieron una chica melancólica, solitaria y después una mujer de ojos insoportables. Lo sabía todo. Y todos sabían que yo intuía sus propias flores negras, marchitas, hediondas y cuando ya estaban muertas no podía hacer más que contemplarlas y llevarlas a mi jardín, a mis ojos, a la tumba siempre abierta de Baudelaire que se guarda en algún lugar de mi cuerpo como la más grande flor entre las voces animales con las que aprendí a morder”
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