La escena es más o menos así: en una fiesta de escritores, Richard Ford se encontró con su colega Colson Whitehead y, sin ningún preámbulo, le lanzó un escupitajo al rostro. Según algunos testigos, el agresor añadió: “Has escupido a mi libro, me has escupido a mí… Eres un mocoso. Deberías madurar.” En cuanto al agredido, este mantuvo la calma y se abstuvo de responder a la vulgar provocación. Simplemente, se dio media vuelta y dijo: “Me gustaría advertir a todos los que han criticado el libro que podrían necesitar un poncho para la lluvia, en caso de tropezar con un inclemente Ford”.
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Fue una salida elegante. Es posible que Whitehead haya tomado en cuenta que Ford había bebido y que era un cuarto de siglo mayor que él. En esas condiciones, una pelea podría haber trastocado los roles y la víctima habría corrido el riesgo de convertirse en el victimario. No obstante, ni siquiera eso resultaba lo peor. El punto crucial era que una trifulca entre un escritor negro y otro blanco habría sacado las cosas fuera de control y suscitado un escándalo mayúsculo.
Pero ¿Qué diablos había pasado para que Ford reaccionara de esa manera, es decir, como un patán cualquiera? Dos años antes, en 2001, Colson Whitehead había publicado una reseña en el New York Times de una colección de cuentos de Richard Ford, “A multitude of sins” (”Pecados sin cuento” se titula la edición española). Era una crítica dura, aunque sin mala fe. Entre otros aspectos, Whitehead observaba que “casi todos los cuentos tratan sobre adulterio, invariablemente en dos fases: en los días más tórridos de un romance o en sus postrimerías. Los personajes son casi indistinguibles. Si fuera epidemiólogo, diría que algún tipo de epidemia espiritual ha comenzado a afectar a los profesionales blancos de clase media alta”.
Por supuesto, no era la primera vez que un autor se indignaba a causa de una crítica negativa (recuerdo que Hemingway, furioso por un ensayo de Max Eastman que aludía a su carácter machista, arremetió a golpes contra él en la oficina de Max Perkins, el editor de ambos). Sin embargo, ¿por qué esta recensión en particular crispó tanto a Ford? Ciertamente, había algo que podría haberlo sacado de sus casillas. En su comentario, Whitehead no solo ponía al descubierto algunos trucos de los que abusaba Ford al componer sus historias, sino que mencionaba una entrevista que había concedido a una revista el año anterior, donde, ante la pregunta de qué tipo de relación sostenía con sus personajes, el interpelado había replicado: “De amo a esclavo. A veces los escucho en la noche cantando en sus barracas”. Al citar esta declaración, Whitehead remarcaba con ironía: “Cantando. Así que eso era. Sonaba como gimiendo”.
Sin duda, la imagen acuñada por Ford era desafortunada. Si bien cualquier escritor puede afirmar que se enseñorea sobre sus personajes y que estos se someten a sus designios, la frase en cuestión, al ser enunciada por un hombre blanco del Mississippi, adquiere un matiz peyorativo. Ford estaba asumiendo el rol de aquellos terratenientes sureños que, antes de la guerra de Secesión, explotaban a sus esclavos negros, los cuales lamentaban por las noches los abusos que habían sufrido durante la jornada.
En esa perspectiva, está claro que Ford debería haber sopesado sus palabras con más cuidado. De ahí que haya tomado a mal que Whitehead le recordara su torpeza, más aun tratándose de un afronorteamericano. En el pasado, Ford había llegado a admitir que, al haber sido criado en un ambiente sureño, se había tenido que esforzar para desterrar aquellos prejuicios racistas con los que había crecido y que estaban fuertemente arraigados en su medio social.
Quince años después del incidente con Whitehead, a quien nunca pidió disculpas, Ford añadió más leña al fuego al escribir que no se arrepentía de sus acciones y que volvería a comportarse de la misma manera. Evidentemente, además de ser incapaz de reconocer su falta, su insistencia en perpetuar la ofensa confirmaba que sus tendencias racistas no habían sido extirpadas del todo. Si examinamos su biografía, descubrimos que Ford proviene de un hogar sureño de pocos recursos y que se vio obligado a trabajar como fogonero en el ferrocarril antes de poder estudiar en una universidad estatal. En cierto modo, era un marginal, ya que a raíz de la temprana muerte de su padre tuvo una adolescencia conflictiva y, como él mismo confesó, se vio implicado en robos de autos y peleas.
En contraste, Colson Whitehead pertenece a una familia de exitosos empresarios de Nueva York y se educó en la Universidad de Harvard. Por tanto, no es improbable que Ford sintiera algún resquemor frente a un joven escritor negro que venía de la Ivy League y se atrevía a poner en tela de juicio la calidad de una obra suya. Cuando ocurrió el altercado, Whitehead se hallaba en plena carrera ascendente. Había publicado dos novelas y acababa de obtener la codiciada MacArthur Fellowship, considerada como una “beca para genios”. Hoy, a sus 51 años, es uno de los escritores norteamericanos más reputados. Autor de “El ferrocarril subterráneo” y “Los chicos de la Nickel”, ha sido galardonado con dos Pulitzer y un National Book Award.
Por otra parte, no era la primera vez que Ford daba rienda suelta a su temperamento violento. Cuando trabó amistad con Raymond Carver, este le contó que estaba preocupado porque su hija mantenía una relación con un novio abusivo. Ford, quien apreciaba mucho al notable cuentista, le dijo que él tomaría un ómnibus Greyhound al remoto pueblo donde vivía la chica, mataría al tipo y luego saldría de la ciudad sin que nadie se diera cuenta: sería el crimen perfecto. Por suerte, Carver puso reparos y el plan no siguió adelante. ¿Hablaba Ford en serio? Pues parece que sí.
Su intolerancia a las malas críticas no se limitó a la disputa con Colson Whitehead. En 1986, furibundo por la reseña que la escritora Alice Hoffman había hecho de su novela “El periodista deportivo”, cogió uno de los libros de ella, lo llevó al patio trasero de su casa y le pegó un tiro. Acto seguido, fue a la oficina de correos y le envió el ejemplar agujereado. Un arrebato aparentemente infantil, pero con resonancias peligrosas. Felizmente, con los años, el iracundo Richard Ford optaría por disparar escupitajos en lugar de balas de plomo.
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