La llamada la ubica en Alicante, donde reside desde los quince años. De niña, Eva García Sáenz de Urturi vivía en Vitoria, en el corazón de uno de los barrios medievales más hermosos del país vasco. Su biografía no tiene mucho que ver con los derroteros académicos clásicos. Se diplomó en Óptica y Optometría, y trabajó entre anteojos una década. Luego entró a trabajar en la Universidad de Alicante, donde dedicaba todas sus noches a documentarse y escribir su primera novela histórica, “La saga de los longevos: La vieja familia”, que antes de ser publicada en papel, ya era un fenómeno en la Internet. En 2014 publicó “Los hijos de Adán” y “Pasaje a Tahití”, ambas con la misma buena acogida del boca a boca, aunque casi ignoradas en los círculos de la crítica mediática. Dos años después publicó “El silencio de la ciudad blanca”, novela negra ambientada en su ciudad natal en los años setenta, que lleva ya el millón de copias vendidas y una película ubicable en Netflix, dirigida por Daniel Calparsoro con las actuaciones de Belén Rueda y Javier Rey.
MIRA: Premio Planeta: Eva García Sáenz de Urturi ganó la edición 69 del prestigioso galardón
En el 2020, manteniendo el distanciamiento social, a mediados de octubre pasado le fue otorgado el Premio Planeta por “Aquitania”, novela también histórica y de intriga criminal. En ella, Eva García Sáenz de Urturi teje, a la manera de un tapiz medieval, el retrato de la sociedad francesa del siglo XII, sazonado por venenos ancestrales, curtida por amores incestuosos, y sacudida por las Cruzadas. En el centro, escuchamos la voz en primera persona de la aristócrata Leonor de Aquitania (1122-1204). Mujer avanzada a su tiempo, precursora de la leyenda artúrica y una de las gobernantes más influyentes de la Edad Media.
Para ella, la celebración por el Premio Planeta resultó muy atípica, como parte del momento más atípico de nuestras vidas a causa de la pandemia. “Todo lo que ha venido con el Premio Planeta ha sido muy diferente con respecto a años pasados. Considero que el Premio tiene algo de emérito, una vez que lo ganas, te queda ese apellido, como un título honorífico que se nos queda de por vida. En ese sentido, cuando esta situación pase, el premio seguirá luciendo en mi casa, y acompañándome siempre”, confiesa.
“EN LOS DIARIOS SIGUEN ESCRIBIENDO MAL MI APELLIDO”
Eva García Sáenz de Urturi ha ido ganando lectores de a pocos. Del tipo de lectores desprejuiciados, que no espera a leer las reseñas de los suplementos literarios para visitar la librería. “Yo he pasado por todo”, nos dice después de recitarle su meteórica carrera. Curiosamente, siendo una de las lectoras de mayor venta en España, también es una de las menos reconocibles. “No soy una autora mediática, ni salgo en ningún medio. Si tengo la atención de la editorial es porque vendo mucho. Pero ni me muevo por los círculos del periodismo, ni por la televisión, ni por la radio. En los diarios, aún siguen escribiendo mal mi apellido”, dice la escritora vasca. “Ya lo tengo bien asimilado. La prensa no me conoce pero los lectores sí”.
“Por suerte no me reconocen en la calle, y con mascarilla, mucho menos. Soy una persona muy discreta, y me gusta seguir siéndolo. A pesar del Premio Planeta voy a seguir siendo una escritora anónima”, ironiza.
Naciste en Vitoria, en uno de los barrios medievales más hermosos de España. ¿De alguna manera eso ayuda a forjar la vocación de una escritora de novelas históricas?
Sí que hay algo de eso. También tiene que ver con cómo te ha educado la familia. En mi caso, he tenido la suerte de que mi padre fue también escritor, un bibliófilo, un bibliófago. Era una persona muy culta, de formación teológica. Desde pequeñito ingresó en un convento de clausura allá por los tiempos del dictador Franco, y durante muchos años, hasta los 21, tuvo una formación que no habría tenido de otra manera, siendo hijo de pastores como era. No quiso ordenarse de sacerdote, y el último año de teología se fue. Sin embargo, mantuvo muy buena relación con la iglesia, los monjes, los sacerdotes. Mi padre nos llevaba siempre a museos, a abadías, a iglesias. Íbamos a yacimientos, no solo por el país vasco, sino por diferentes provincias de España, sobre todo de Castila y Cantabria, el mes entero de vacaciones. Así conocí la catedral de Burgos, o a la ermita de San Saturio. ¡He tenido la suerte de estar en el monasterio de Yuso, donde aparecieron las glosas donde comenzó el castellano! Recuerdo a los 7 años tener en mis manos esos incunables, gracias a que mi padre convenció al monje que las custodiaba. Ahora esos documentos están en la Biblioteca Nacional de España y no las pueden ver ni siquiera los especialistas. En ese sentido, tuve una infancia privilegiada. Y eso permea. Esa pasión, ese gusto por la historia, ha quedado allí. Haber vivido en la “Almendra medioeval” de Vitoria, en la calle Pintorería, una de las calles gremiales, a una se le queda. Cuando mis personajes van caminando por esas calles, para mí es sencillo dotarlos de detalles. Si no los hubiese vivido, no habría podido imaginarlos.
He revisado el mapa y encontré que solo separan a Vitoria de Burdeos, capital de la región de Aquitania, 336 kilómetros. Son tres horas y media en auto. ¿Aquitania ha influenciado de alguna manera en el imaginario vasco?
Sinceramente, Aquitania es una gran desconocida para el público español, pese a esa cercanía entre el país vasco y el sur de Francia. Los vascos conocen esa zona como Iparralde, que en eusquera significa “la parte del norte”. En el medioevo se conocía como la Gazcuña, que en latín significaba “el país de los vascones”. Pero todo eso no es ni conocido ni sabido. Cuando yo empecé a escribir sobre Aquitania no pensaba en hacer una búsqueda intencional de los territorios cercanos a mi infancia. Para nada. Llevo 30 años viviendo en Alicante, que es la costa mediterránea, un paisaje muy diferente al vasco. Pero me interesó la zona de Aquitania por su valor histórico. Es la parte del reino de la Francia medieval más avanzada de la época. La Aquitania de los trovadores es lo que a mí me deslumbra. Personajes como Leonor de Aquitania, o su padre, el duque de Aquitania o Guillermo el trovador.
En América Latina solemos olvidar que, para España, los Pirineos son una barrera más alta que el mismo Atlántico...
Realmente, los Pirineos dividen Europa. Es cierto que hay una gran diferencia entre el norte y el sur.
Desde el inicio de tu libro, Leonor de Aquitania se revela como una mujer cuyo cuerpo ha sido un campo de batalla. La violencia sexual sufrida define sus motivaciones, su memoria, su forma de entender el mundo. Hay una frase dicha por su madre: “Si eres violada, será tu culpa”. Tantos siglos después, aún hay quienes piensan que las mujeres víctimas de violencia sexual tienen parte de responsabilidad por “provocar” al agresor.
En el tema de la violencia ejercida sobre las personas más vulnerables, que pueden ser mujeres o los niños, siempre hay una revictimización. En anteriores novelas tuve que informarme sobre atención a las víctimas de la violencia sexual, y en todas ellas siempre había un elemento común: la culpa. Piensan, “si no me hubiese vestido de esa manera...”, o “si no hubiese aceptado al cura esos caramelos...”, es una idea metida a fuego en las víctimas, es un mecanismo psicológico que huye de la indefensión aprendida. Preferimos, como víctimas seguir pensando que hay algo que pudimos haber hecho para evitar el daño, porque si no nos horroriza. El tema lo trasladé a Leonor de Aquitania, y ese diálogo, (imposible saber si se dio en la realidad), se da en muchas familias en torno a las víctimas. Decir “si sucede es por tu culpa”, es una manera de tener controladas a las víctimas. Se daba en una sociedad tan patriarcal como la del Medievo, y se sigue dando hasta hoy, tanto en Perú, como en España y toda Europa. Obviamente quería dejar esa reflexión. Es duro leer algo que no ha cambiado en mucho tiempo.
El trauma que marca a Aquitania ha influido en su forma de ver el mundo. Le hace optar por el silencio y enfocarse en los detalles. Es casi la definición del trabajo del escritor y su obsesión por el detalle.
Siempre se dice cuando se escribe que el demonio está en los detalles. En la escritura se debe tener en cuenta todos los detalles y meter los cinco sentidos en todo. Eso ayuda mucho a la inmersión de los lectores. Y cuanto más nos vamos al pasado, más difícil es, más trabajo cuesta conseguir que el lector se crea la novela. En mi caso, la labor de investigación y documentación para “Aquitania” me tomó 3 años. Incluía todo tipo de detalles, desde la vestimenta, la gastronomía, incluso los tipos de plantas curativas que podía haber en sus jardines. El gran peligro es que el abuso de detalles resulte un lastre para la trama, y que la novela quede pesada, lenta, que distraiga al lector de la interrogante activa que siempre debe estar presente para mantener al lector leyendo. Es una difícil tarea de selección que requiere mucho equilibrio.
Como lectora, ¿cuáles son tus referentes? ¿Qué escritores te enseñaron no solo a amar la historia sino a jugar con ella?
Como soy una lectora omnívora, cada vez que me hacen esa pregunta, normalmente cambio las respuestas. ¿Referentes con respecto a Aquitania? Podría decirte “La vieja sirena” de José Luis Sampedro, o “La chica Salvaje” de Delia Owens, o incluso “Agua para Chocolate” de Laura Esquivel. De cada novela que lees vas quedándote con una parte que te sirve, aunque no tenga nada nada que ver el género, la trama o la época. Los escritores vamos tomando mucho de todos los libros que amamos y en el rompecabezas en nuestra cabeza van encontrando su lugar.
Hablando de Laura Esquivel y el realismo mágico, has comentado que en tus novelas anteriores trabajaste el “realismo mágico vasco”. ¿Qué lo caracteriza?
En una novela como “El Silencio de la ciudad blanca” me centré en la imagen del abuelo del protagonista. Fue una especie de homenaje a mi propio abuelo, que llegó a cumplir los 100 años. Era un personaje que no creía en brujas, pero sí se servía de los rituales que le enseñaron sus padres o sus abuelos. Yo recuerdo, siendo pequeña, que cada vez que nos salía algún problema en la piel, mi abuelo iba al manzano del huerto, cortaba una manzana y nos la frotaba. Después cogía un cordel y volvía a unir la manzana para enterrarla en la huerta para esperar que se pudrirse. Y en ese tiempo, se nos caía la verruga o el eccema sanaba. Nadie encontraba explicación, mi padre era abogado, mi madre profesora, todos con formación universitaria y no eran supersticiosos, pero ciertamente resultaba. Tiene que ver con esa sensatez vasca de creer que si un remedio pagano funciona, aunque no sea muy científico, se adopta. Y me gustaba jugar con ese realismo mágico.
A propósito de “El Silencio de la ciudad blanca”, en 2019 de tu novela se hizo una película que puede verse en Netflix. ¿La recomiendas?
Yo te recomiendo leer la novela. Tiene una parte humana y familiar que enamoró a los lectores, pero que no sale en el filme. La película fue hecha por un director muy profesional, Daniel Calparsoro, y los actores no podían ser mejores, Belén Rueda, Aura Garrido o Javier Rey. Lo mejor que hay ahora mismo en el cine patrio. Pero es cierto que la película solo transmite el thriller de la historia. Yo comprendo que en un metraje de 100 minutos no se pueden meter 500 páginas, y que por ello tuvieron que quitar toda la explicación del caso. Pero en el fondo, la novela trata del silencio cómplice de toda una ciudad que prefiere mirar hacia otro lado antes de investigar un caso de violencia de género. Ese es el germen del monstruo, un futuro asesino en serie en la Vitoria de los años 70. Y en ningún lado el filme explica la psicología de una persona que puede llegar a hacer eso. Quedó como un thriller como tantos otros que podemos ver en Netflix. ¿Qué sentido tiene?
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