“La máquina aquí a mi izquierda. Todo son dientes, engranajes, electricidad y pienso que debo escucharla. Me siento como borracho, como si estuviera acostado, mareado. Y luego, esta luz de la sala como si fuera un gran ojo. Sus nervios ópticos se van hacia las paredes (…) Es la una menos cuarto y estoy drogado fuera de mi mente. Imágenes de colores alocados”. Es 1960. Un joven de 24 años está en una habitación del Menlo Park Veterans Hospital, adónde ha llegado para ser parte de unos experimentos científicos que organiza el gobierno norteamericano. Está solo en una habitación del ala siquiátrica de aquel nosocomio. Allí solo hay una mesa, un vaso con agua, una grabadora Wollensack y una pequeña ventana con rejas. Aquel joven que narra en voz alta sus alucinaciones tras participar en la prueba se llama Ken Kesey y ha probado allí LSD por primera vez. “Cuando se me solicitó participar en estos experimentos con drogas, creí que ellas podrían abrirnos un camino para curar la demencia, para superar la depresión. Eso fue lo que nosotros pensamos que estaban haciendo”, recordó años más tarde en una entrevista.
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Hasta aquel momento, Kesey, hijo de una familia granjera de Colorado, era un orgullo para la sociedad conservadora de la época: buen hijo, buen estudiante, buen deportista de vida sana y unido a su novia de la infancia. En 1957 se había graduado en la Universidad de Oregon, adonde se había mudado su familia, y poco después estudió escritura creativa en la Universidad de Stanford. Pero en aquel 1960 en que ya alucinaba, quiso aumentar sus ingresos siendo parte de un programa de “conejillos de indias”: el gobierno le pagaba para consumir LSD o mescalina y ser analizado. Aquellos estudios cambiaron su vida para siempre. “Yo no fumaba, no tomaba alcohol, no consumía drogas. Y fui a Stanford con una beca de la Fundación Ford. Me estaba preparando para las Olimpiadas como luchador. Pero este es el gobierno norteamericano…”, ha recordado Kesey. Solo años después supo que la CIA estaba detrás de todo aquello.
Poco después, permanecería trabajando en aquel hospital como auxiliar mientras continuaba sus estudios. Esta experiencia lo llevaría a escribir en 1962 –bajo el influjo del peyote- el libro que lo haría célebre, “One Flew Over the Cuckoo’s Nest” (“Alguien voló sobre el nido del cuco”, en su traducción literal), que no solo se convirtió en un éxito en aquel momento, sino que recibió un poderoso impulso años más tarde, gracias al estreno de “Atrapado sin salida”, la película que consagraría definitivamente la carrera de Jack Nicholson. Después de todo, la historia de dos hombres –un indio esquizofrénico y un convicto desesperado- que intentan sobrevivir en una institución mental desafiando las normas establecidas parecía una más que sutil metáfora de los jóvenes revolucionarios
de aquellos años intentando cambiar su sociedad, ante la resistencia de los reaccionarios de siempre. Aquel mensaje era válido en 1962, lo fue a lo largo de toda la década de los 60 y se reafirmó a mediados de los 70, cuando crítica y público encumbraron un filme que se llevó los principales Óscar de 1976.
Sin embargo, después del éxito literario y sumergido ya en la introspección y la apertura creativa y vital que le dio el consumo de ácido lisérgico –que continuó más allá de los experimentos, ya que aquella droga no era ilegal en aquel momento-, saltó de las páginas a las carreteras y decidió vivir sus libros antes que escribirlos.
Siempre más allá
“¿Qué quiere decir “Further”?”, le preguntaron a Ken Kesey, a propósito del viaje que estaba iniciando en 1964, a bordo de un bus así bautizado y pintado como si Jackson Pollock lo hubiera hecho borracho o en ácidos y acompañado de los Merry Pranksters –algo así como “Los alegres bromistas”-, el heterogéneo grupo de amigos hippies que permanecería fielmente a su lado. Literalmente, el nombre significaba en castellano “Más allá”, pero Kesey lo complementaría: “Más allá” es una distancia. Further es un bus. Uno es un concepto filosófico y el otro es una medida”.
Apenas comenzó todo, se dio cuenta de que no iba a poder escribir un libro sobre aquel viaje. Para él era imposible, porque lo principal era vivir la experiencia. Más allá de la variedad de edad, origen, oficio o nivel de locura de los pasajeros de Further, había uno que se distinguía y que sería el chofer. Una especie de Virgilio llevando a Dante por los círculos de un infierno que, en este caso, podría ser Norteamérica entera: Neal Cassady, el viejo Dean Moriarty que protagonizó “En el camino”, la novela más icónica de Jack Kerouac y de la generación beat, el movimiento contracultural surgido como respuesta a la sociedad aburrida y convencional de los años de Dwight Eisenhower que se negaba a cambiar. Sin embargo, cada nueva generación le agregaba algo a la transformación inevitable de aquel “American way of life” más digno de las postales o de la publicidad que de la vida real. Ya habían llegado la televisión y el rock & roll y los movimientos por los derechos civiles empezaron a cobrar fuerza, a pesar de que en el camino quedaran vidas como la de John F. Kennedy.
“¿Por qué la idea del viaje era tan atractiva?”, le preguntan a Kesey en un momento del documental “Magic Trip: Ken Kesey’s Search for a Kool Place” (2011). Y el autor responde con claridad: “No éramos tan viejos como para ser beatniks y éramos un poco viejos ya para ser hippies. Pero todos los que yo conocía habían leído “En el camino” y eso nos abrió las puertas de la misma forma que lo hicieron las drogas. Nos dio una nueva forma de ver Estados Unidos y eso nos estimuló”.
Completar aquella película fue casi un milagro. Si bien se sabía que varios de los Merry Pranksters tenían cámaras de 16mm, el caos con el que se filmó, la falta de un plan de rodaje, de un objetivo claro o de una idea de cómo querían que quedara esa película, contribuyó a que las casi 40 horas que se grabaron en todo el trayecto solo se proyectaran entre amigos al volver del viaje, para luego dejar las cintas olvidados en un depósito en la casa del autor hasta que fueron rescatados por los directores Alison Ellwood y Alex Gibney, y sometidos a un largo proceso de restauración que ayudó a financiar Martin Scorsese. Sucede que el sonido no estaba sincronizado y las cintas estaban en mal estado. Un síntoma más de la maravillosa anarquía de aquel viaje.
Magical Mystery Tour
La idea original era recorrer los Estados Unidos para llegar hasta la Feria Mundial de Nueva York que, en teoría, celebraría la paz, el futuro tecnológico y la carrera espacial hacia la luna. El asesinato de Kennedy fue su detonante y la obra de escritores como Kerouac o Allen Ginsberg fue su alimento. En la ruta fueron detenidos por la policía en varias oportunidades, pero nunca arrestados o revisados exhaustivamente. La cantidad de marihuana, speed o LSD que llevaban encima podría haberlos comprometido seriamente, pero en realidad fue su combustible. Tras un recorrido en el que tuvieron contacto con los escritores beat que admiraban o con Timothy Leary, en aquellos años considerado el gurú oficial del LSD, solo recibieron atención y cariño de Ginsberg y del amigo de Leary, Richard Allpert, maestro de la Liga para el Descubrimiento Espiritual fundada por ambos, que también experimentó con sustancias sicodélicas. Los viajes de Leary eran controlados, místicos, con una búsqueda aparentemente profunda. Los de Kesey y sus Pranksters eran el descontrol, el caos y la locura.
Pero el final del viaje, la llegada a la Feria de Nueva York tras varias semanas en las carreteras, no fue necesariamente el final de aquella aventura. Fue en esos días que Kesey conecta con un grupo emergente de San Francisco, conocido entonces como The Warlocks, y les propone participar en los Acid Test (Pruebas del ácido), que no eran otra cosa que grandes fiestas de LSD donde participaban artistas, artistas wanna be, músicos, hippies, estudiantes universitarios con ilimitada curiosidad y, por supuesto, los Merry Pranksters. Pronto, los Warlocks serían conocidos por su nuevo nombre, The Grateful Dead, y su líder, Jerry García, se convertiría, como Ken Kesey, en uno de los apóstoles más respetados de la contracultura norteamericana. Las pruebas estéticas, musicales y, en general, artísticas de su influencia pueden notarse hasta hoy. ¿Un ejemplo? El Magical Mystery Tour de los Beatles.
Un punto de vista de este trip vital lo dio en 1968 Tom Wolfe, una de las grandes voces del entonces llamado Nuevo Periodismo, cuando publicó “Ponche de ácido lisérgico”, la crónica de aquel delirante viaje que se ha convertido en uno de sus títulos más importantes hasta hoy.
“Las pruebas del ácido eran de esa clase de provocaciones, de ese tipo de escándalos que crean un nuevo estilo o una nueva visión del mundo. Todos parlotean, bufan, hacen rechinar los dientes ante el mal gusto, la inmoralidad, la insolencia, la vulgaridad, la puerilidad, la locura, la crueldad, la irresponsabilidad, el fraude…, y el caso es que acaban en un estado de tal excitación, en tal epítasis, en tal servidumbre, que no pueden dejar de pensar en ello (…) Las pruebas del ácido supusieron todo un hito en el estilo sicodélico. Y en prácticamente todo lo asociado a él”, escribió Wolfe, anticipándose al fenómeno lisérgico que aquellos eventos iniciarían.
Viaje a la semilla
Mientras los críticos lamentaban que Kesey hubiera dejado de lado la literatura para emprender un viaje -que implicaba no solo el traslado físico de un lugar a otro, sino el síquico, el mental-, Kesey solo lamentaba no pasar más tiempo con su familia o en casa. “Tengo muchas cosas que hacer, tengo libros pendientes por escribir”, llegaba a decir el autor.
Además de “Alguien voló sobre el nido del cuco” –que dedica así al amigo que lo puso en contacto con los experimentos de LSD en Menlo Park: “A Vik Lovell, que después de haberme dicho que los dragones no existían, me condujo a su guarida”-, Kesey publicó en 1964 “A veces un gran impulso”, que a pesar de no superar el éxito de su antecesora vendió también muy bien. Tras la aventura a bordo del Further, acechado por el FBI, fue detenido por posesión de marihuana, fugó a México tras fingir su suicidio, llegó a pasar un tiempo en prisión –donde escribió un peculiar “diario”- y a comienzos de los 70 aseguró haber dejado las drogas porque ya no le proporcionaban el conocimiento que buscaba. Decidió entonces convertirse en un hombre de familia y en un granjero, como sus padres, en su rancho de Oregon, desde donde siguió siendo un activo impulsor cultural. Estuvo a punto de participar como coguionista en el filme “Atrapado sin salida”, pero lo dejó de lado tras serios desacuerdos con su productor, Michael Douglas. A pesar del aplauso de la crítica, Kesey decidió no verla nunca, insatisfecho con el resultado.
En 1992 y tras perder a uno de sus hijos en un accidente en 1984, Kesey publicó “Sailor Song”. Algunos criticaban su falta de producción, mientras Kesey aseguraba que seguía trabajando, pero prefería no publicar mucho. De hecho, rememorando sus días juveniles como ventrílocuo o ilusionista, dijo alguna vez: “Yo no soy escritor, soy mago. Y uno de mis trucos es escribir”. Kesey falleció tras una infructuosa operación por cáncer de hígado el 10 de noviembre del 2001.
Ese fue el hombre brillante y talentoso postergado por buena parte de la crítica literaria norteamericana, perseguido por el FBI, observado con preocupación por el gobierno de su país y por presidentes como Johnson o Nixon. Según sus recuerdos de los experimentos con LSD, los gatos se asustaban de los ratones cuando lo consumían. Quizás eso también sucedía entre los humanos.
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