Un escritor ecuatoriano escribe en Lima una novela sobre la Italia facista y la publica en Barcelona. Han pasado 20 años de la edición de “El desterrado”, y en ese tiempo Leonardo Valencia, entonces joven escritor y publicista se convirtió en doctor en teoría literaria por la Universidad Autónoma de Barcelona, casa de estudios en la que fundó un programa de escritura creativa que dirigió hasta su regreso a Ecuador,para asumir la coordinación de la Maestría en Literatura y Escritura Creativa de la Universidad Andina Simón Bolívar. Dos décadas en las que publicó otras novelas como El libro flotante (2006), Kazbek (2008), Viaje al círculo de fuego. Soles de Mussfeldt (2014) y la más reciente: La escalera de Bramante (Seix Barral, 2019).
A la Feria del Libro Bicentenario, en Miraflores, llegó para presentar la edición especial de aquella primera y tan prometedora novela. Y en esta conversación es imposible no hablar de una generación, la del 90, que apostaba por una literatura más cosmopolita. Colegas como Mario Bellatín o Iván Thays en el Perú, o Jorge Volpi en México, autores que rechazaban la idea de limitarse a su propio paisaje. ¿Hoy, que la literatura se ha enfocado en urgencias especialmente locales, qué ha quedado de esa voluntad de soñar nuevos escenarios?
Visto con distancia, para Valencia aquello se articulaba con una de las tradiciones latinoamericanas que nos viene desde los años del Modernismo. “La literatura latinoamericana siempre oscila entre sus necesidades locales y las cosmopolitas”, explica el escritor, quien advierte que, en su caso, es una necesidad embebida en sus raíces, ligada a la pérdida de su madre italiana, siendo muy joven, y los años que vivió en el Perú, entre 1993 y 1998. Tiempos de opresión, violencia e incluso conflicto bélicos entre Ecuador y el Perú.
¿La visión de la Italia fascista que desarrollas en “El desterrado” puede hablarnos también de los años 90 en el Perú?
En el fondo, sí. Cuando uno escribe una novela, independientemente de su tema, estás profundamente embebido del contexto. Yo recuerdo una recepción en la que coincidí con Fujimori y lo saludé estrechando su mano. Me quedó grabada la cara de piedra que tenía. Es verdad que la novela tiene esa sensación de ambiente, de esos años en el Perú, de donde me fui en el 98, cuando ya empezaba a corroerse su gobierno. Recuerdo con nitidez la escena en que Fujimori sube por la escalera de la residencia del embajador japonés, entre los cuerpos muertos de los miembros del MRTA. Para mí, ese es el giro brutal de un gobierno que previamente despertaba mucha ilusión. Recuerdo el año 93, cuando yo legué a Lima: la ciudad vivía un destape maravilloso, algo que hizo que me enamorara de este país. Pero esa una sensación de confianza se fue degradando poco a poco, algo típico de un poder que se anquilosa, y cutos responsables creen que pueden hacer lo que quieran.
Hablemos de los 20 años que han pasado: ¿Cuál crees que ha sido la mejor noticia literaria en este tiempo?
Hay una cosa importante: se está deshaciendo la figura central de España en términos editoriales. Más allá del caso argentino y mexicano, el florecimiento de editoriales independientes en el Perú, en Ecuador, en Colombia, en Chile, es una muy buena señal para escapar del colonialismo editorial. Por otra parte, en términos literarios, creo que nos hemos liberado del gran relato único de Latinoamérica, de los relatos nacionales incluso. Siempre habrán oscilaciones entre cosmopolitismo y localismo, paro ya no hay esta voluntad generalizadora del país o de lo latinoamericano. Hoy cada uno trabaja lo que quiere, con el sesgo que quiere. Asimismo, el tema de la literatura femenina es ineludible, del que hay que matizar, pues es cierto que hay muy buenas escritoras, pero también muy malas, como en toda actividad. Necesitamos escapar de los discursos que simplifican el gran problema que es Latinoamérica. Somos una veintena de países con miles de escritores, y hay que asumir justamente esa diversidad y no la simplificación que busca una voz cantante. El último caso de ello fue Roberto Bolaño, a quien se quiso ver como la voz cantante que fuera el embudo para la literatura de toda América Latina. Eso se acabó. Ahora trabajamos con una libertad enorme.
Hace 20 años, existía aún un canon oficial de autores representativos por país. Hoy esa figura imposible. ¿Eso habla quizás de una atomización de la literatura?
Si tu coges, por ejemplo, el famoso libro de Pedro Henríquez Ureña “Las corrientes literarias en la América Hispánica” (1945) allí ya te das cuenta de que el mapa era complicadísimo. Henríquez Ureña hace unos listados enormes, imposibles de simplificar. El problema es que luego llegaron algunas figuras, desde el Boom hasta Bolaño, y entonces se restringió todo. Siempre he visto el peso editorial de España como el responsable de desdibujar las cosas. No podemos esperar que España dibuje los mapas literarios de nuestros países. En el momento que lo hacen, quieren devolvernos a ese embudo. Ya no se puede.
¿En cuanto a literatura escrita por mujeres, estamos viviendo un boom, o eso es también una nueva generalización?
Nunca es bueno hablar de “un nuevo boom”, porque se genera un problema: Ya hemos tenido escritoras muy importantes, que están allí y que ahora se empiezan a releer. Las escritoras siempre han estado allí, pero faltaba este marco que alertara sobre lo que hacían. Pero creo que no hace bien hablar de “boom” porque homologa a autoras muy diferentes entre sí. Entre las escritoras que admiro están Cristina Rivera Garza, Samanta Schweblin, Adriana Hartwig, todas de primer nivel. Meter a todas en el mismo saco me parece una imprudencia y una falta de cortesía.
“Escalera de Bramante” es tu último libro, protagonizada por jóvenes artistas errantes. ¿De dónde viene tu permanente interés por las artes plásticas en tu literatura?
Siempre me he sentido una especie de pintor frustrado, siempre he amado la pintura. Así como mi acercamiento a la poesía es decisivo en cuanto al lenguaje, también hay un punto en común con lo que Lezama Lima llamaba “La imago”, la imagen. A mí la pintura siempre me irradia cosas, me permite ver historias, entender la realidad. Este vendría a ser mi tercer libro en torno a la pintura. Para mí fue muy importante estudiar la pintura de los autores flamencos, donde parece que no ocurriera nada. Al aprender a verla, me di cuenta que debajo de esa calma ocurría todo. Y siento que lo mismo sucede con mi escritura: yo no cuento historias épicas, violentas o escabrosas. Pero sí espero que el lector pueda advertir que debajo de lo que narro está pasando algo.
Hablando de celebrar 20 años, ¿Te animas a imaginar la literatura que se producirá de aquí a dos décadas?
Creo que hay una expansión enorme de las distintas posibilidades de contar historias. Y precisamente, en esta enorme expansión tecnológica, sigue sobreviviendo la extrema fragilidad de la novela. Llevamos mucho tiempo escuchando que ya no habrá más novelas, pero éstas siguen saliendo. No me arriesgo a hacer conjeturas sobre el futuro, creo que el campo de la informática biológica va a ser realmente impresionante, y para imaginar lo que vendrá basta ver “Black Mirror”. Por el contrario, a mí me interesa volver a mirar lo que ha sobrevivido siempre en el discurso de la novela, sorpresas que descubrimos mirando al pasado, pues la novela siempre se ha nutrido de su propia tradición. ¿Qué puedo decir sobre el futuro? Pues que habrá más novelas, seguramente nutridas de una tradición milenaria.
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