Hace casi cuarenta años, el 22 de setiembre de 1984, a nueve meses del regreso de la democracia a la Argentina, Charly García publicó su tercer álbum en solitario, Piano Bar, un disco de rock estruendoso, a veces oscuro, por ratos desencantado y paranoico, que contó con la participación de varios notables del rock gaucho (Fito Páez, Daniel Melingo, Fabiana Cantillo, G.I.T.) y que, además de ser considerado uno de los mejores trabajos de García, suele aparecer en las listas de los mejores discos argentinos –e incluso latinoamericanos– de todos los tiempos.
Grabado en Estudios ION (Buenos Aires) y mezclado por Joe Blaney en Electric Lady (Nueva York), Piano Bar trajo una nueva encarnación –más agitada, bulliciosa, perturbada– de Charly García. Si en su primer trabajo en solitario, Yendo de la cama al living (1982), el músico se esforzó en pintar escenas de la realidad argentina con menor (“No bombardeen Buenos Aires”) o mayor (“Superhéroes”) aliento lírico, o en explorar sus propios estados psicológicos (“Vos también estabas verde”, “Yo no quiero volverme tan loco”), siempre lo hizo guardando cierta sobriedad estilística e incluso cierta cautela emocional. En su segundo álbum como solista, Clics modernos (1983), uno nota cómo los temas políticos del primer disco se reciclan acertadamente (“Los dinosaurios”, “Plateado sobre plateado”), y cómo los estados emocionales vuelven a retratarse con elegancia (“No soy un extraño”, “Ojos de video tape”), pero también vemos aparecer un nuevo tipo de canción, más enajenada, desenfrenada y extravagante (“Nos siguen pegando abajo”, “Bancate ese defecto”, “No me dejan salir”). Esta vertiente más exacerbada de la música de García encuentra su cumbre expresiva en Piano Bar.
El disco arranca con la más célebre canción de Charly: “Demoliendo hoteles”, una suerte de autobiografía social donde el músico de bigote bicolor alude a un puñado de referentes culturales –la dictadura, el hipismo, la clase alta porteña– con el desdén de una estrella de rock que prefiere destrozar su habitación antes de comprometerse con nada. El sonido de la batería –al parecer inspirado en el atronador golpe de tarola de “Born in the U.S.A.” de Bruce Springsteen– fue lo suficientemente contundente como para convertir a la canción en un éxito radial en Argentina y, como algunos podrán recordar, también en Perú.
“Promesas sobre el bidet”, segunda canción del disco, muestra a García en su estado más inestable y vulnerable: “por qué me tratas tan bien, me tratas tan mal/sabes que no aprendí a vivir”, canta, antes de sentenciar con pesimismo: “cada cual tiene un trip en el bocho/difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo”. Los oyentes más ilustrados notarán que la introducción de la canción es una cita a “Midwestern Nights Dream” de Pat Metheny, músico de jazz con el que en ese entonces tocaba uno de sus colaboradores más cercanos, Pedro Aznar. El tercer corte, “Raros peinados nuevos”, trae a un Charly sarcástico, cínico y, por primera vez, feliz al borde de la locura: “Si luchaste por un mundo mejor/y te gustan esos raros peinados nuevos/ya no quiero criticar/sólo quiero ver al enfermero”.
Las canciones de amor de Piano Bar no poseen ni la ternura ni la elegancia de Yendo de la cama al living o Clics modernos, por el contrario, en ellas encontramos frustración (“No se va a llamar mi amor”) o, en el mejor de los casos, satisfacción de haber amado (“Tuve tu amor”). Curiosamente, García, apoyado en una de las mejores bandas de rock de su tiempo, no se muestra angustiado o deprimido por ello, más bien, como dice la letra de una de estas canciones, se encuentra “feliz, triste”.
El final del disco trae su momento más sublime: “Total interferencia”, un tema compuesto al alimón por García y el otro gigante del rock argentino, Luis Alberto Spinetta. El estribillo central de la canción revela más de lo que realmente quisiera sobre el estado emocional de García al momento de grabar Piano Bar: “Pienso que estamos como el amor que se echa a perder, violamos todo lo que amamos para vivir”. Como bien resume esta frase, en su tercer trabajo en solitario, Charly García hizo a un lado la delicadeza y la sobriedad y apostó por la inmediatez y la crudeza, al hacerlo consiguió uno de sus discos más impactantes y logrados, pero también dejó que el personaje del artista torturado se empiece a apoderar de él; con el tiempo, este personaje acabaría devorando al artista, pero en Piano Bar, incluso ahora, cuarenta años después, encontramos a ambos entrelazados, conviviendo, en perfecta armonía.
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