Un día de enero de 1995, un hombre llamado McArthur Wheeler, junto con un complice, atracó dos bancos en Pittsburg, Pensilvania, Estados Unidos.
A pesar de que, como era de esperarse, había numerosas cámaras de seguridad y de que él no era un novato en aquello del robo a mano armada, no parecía haber hecho ningún esfuerzo de disfrazar u ocultar su apariencia.
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No obstante cuando, después de arrestado, le informaron que lo habían identificado gracias a imágenes capturadas por la videovigilancia se quedó estupefacto.
“¡Pero me eché jugo de limón! ¡Me eché jugo de limón!”, le dijo perplejo a los aún más perplejos detectives.
El desconcierto de los detectives pronto se tornó en asombro cuando Wheeler les explicó a qué se refería.
Le habían dicho que si se ponía jugo de limón en la cara, sería invisible ante las cámaras.
Quien quiera que haya sido la brillante fuente de información probablemente malinterpretó el milenario uso del limón como tinta invisible en mensajes secretos.
El caso es que, cual buen científico, Wheeler puso a prueba esa hipótesis.
Se bañó el rostro con jugo cítrico y, a pesar de que le quemó la piel y le hizo arder los ojos tanto que casi no los podía abrir, comprobó con júbilo que era cierta.
¿Cómo?
Tomándose una foto polaroid en la que no apareció.
Los detectives, aguantándose la risa cuando hablaron con la prensa en ese entonces, dijeron que, probablemente, como no podía ver bien, no apuntó la cámara correctamente o que quizás la película estaba defectuosa.
La historia despertó el interés de David Dunning, profesor de psicología social en la Universidad de Cornell, a quien le intrigó cuánta confianza tenía Wheeler en sus habilidades, a pesar de su estupidez.
¿Podrían otras personas tener puntos ciegos similares sobre su incompetencia?
¿Sería cierto que, como señaló Charles Darwin en 1871, “la ignorancia genera confianza con más frecuencia que el conocimiento”?
Con su colega Justin Kruger, Dunning evaluó si quienes carecen de ciertas destrezas en un determinado campo son más propensos a no notar esa falta que quienes son más diestros en esa misma labor.
En uno de los experimentos, le pidieron a comediantes profesionales puntuar chistes de acuerdo a su gracia.
Como el humor está siempre marcado por una dosis importante de subjetividad, los investigadores también hicieron experimentos con pruebas de lógica y gramática, cuyas respuestas eran predefinidas.
A todos los participantes se les preguntó además cómo creían que había sido su desempeño.
En todos los casos se repitió un patrón: aquellos cuyo desempeño estaba en el 25% inferior del total sobrestimaron de manera dramática sus propias habilidades y se calificaron a sí mismos por encima del promedio.
En un test final, clave para probar su teoría, los científicos entrenaron a un grupo de participantes de bajo rendimiento para la prueba de razonamiento y lógica.
Haciendo eco a frases como “sólo sé que nada sé”, sobre cómo entre más aprendes más consciente eres de cuánto no sabes, resultó que entre esos participantes mejoró la capacidad para autoevaluarse.
Dunning y Kruger llegaron a la conclusión de que cuando las personas son incompetentes sufren una doble carga:
“No sólo llegan a conclusiones erróneas y toman decisiones desafortunadas, sino que su incompetencia les priva de la capacidad de darse cuenta de ello.
“Como el señor Wheeler, se quedan con la impresión equivocada de que lo están haciendo bien”.
Es un círculo vicioso.
El lío es que los conocimientos o habilidades que necesitas para hacer algo bien son a menudo los mismos necesarios para evaluar si está bien.
“Las habilidades que le permiten a uno construir una oración gramaticalmente correcta son las mismas habilidades necesarias para (...) determinar si se ha cometido un error gramatical”, explicaron en “Inexperto e inconsciente de ello” (1999).
El artículo sobre la investigación original se convirtió en un clásico de la psicología social y fenómeno recibió el nombre de 'efecto Dunning-Kruger'.
En los años siguientes, el efecto se ha observado en todo tipo de ámbitos, incluidos ajedrez, medicina, inteligencia emocional e incluso en el conocimiento de la seguridad de las armas de fuego entre los cazadores.
En cualquier grupo con un espectro de habilidades, aquellos que se ubicaban en el 25% inferior del desempeño eran los menos capaces al evaluar sus talentos.
Pero eso no quería decir que fueran poco inteligentes, ni siquiera ignorantes.
“Quizás en la ironía más cruel, lo que es más probable que la gente ignore es el alcance de su propia ignorancia: dónde comienza, dónde termina y todo el espacio que ocupa en el medio”, escribió Dunning en un artículo posterior.
Y esa gente somos todos, por más que sea difícil aceptarlo.
Constantemente adquirimos conocimientos, pero nuestra ignorancia es oceánica.
Tendemos a ser conscientes de muchas de nuestras propias incompetencias pero hay innumerables cosas que no sabemos que no sabemos.
Son vacíos de saber invisibles pues no es que no sepamos las respuestas, sino que no tenemos las preguntas.
“La gente está destinada a desconocer dónde termina la tierra sólida de su conocimiento y comienza la costa resbaladiza de su ignorancia”, agregó Dunning.
Y llama a esa aflicción la “anosognosia de la vida cotidiana”, prestándose un término de la literatura médica.
La anosognosia es una condición neurológica en la que el paciente tiene una discapacidad pero no lo sabe, no porque se niegue a reconocerla, sino porque no es consciente de ella.
Todo indica entonces que andamos por la vida acompañados por esa incompetencia oculta.
Por eso conviene recordar que existe esa extraña relación entre confianza y conocimiento que nos lleva a sobreestimar nuestras capacidades.
Así que la próxima vez que te sorprendas pensando que te las sabes todas, ten en cuenta que, por improbable que parezca, puedes estar cayendo en la trampa de ignorar tu propia ignorancia.
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