La nueva década en la política estadounidense comienza acelerando un deterioro democrático que arrancó hace más de 30 años.
Casi todo lo que está mal se ha visto en el juicio político a Donald Trump.
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El veneno partidista, la degradación del debate y el uso de armas que anteriormente apenas se usaban -por ejemplo el impeachment- para hacer escalar la guerra política.
Esta saga ha dado más pruebas de que lejos de ser una aberración, la era de Trump es una culminación.
El enfrentamiento entre republicanos y demócratas se ha mostrado de forma evidente en el impeachment a Trump, que finalmente fue absuelto. La grosería y fealdad del discurso político que hemos escuchado cada día hicieron que hasta la Corte Suprema tuviera que decir a ambos bandos que rebajaran el tono de la retórica.
De nuevo hemos visto la habilidad del líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, que utilizó procedimientos parlamentarios para impedir que hubiera testigos en el juicio, un caso que los historiadores analizarán como el de un jurado obstruyendo activamente la justicia.
McConnell ya logró bloquear por casi un año el nombramiento del último nominado por Barack Obama a la Corte Suprema, Merrick Garland, por lo que no le costó mucho sudor evitar ahora que los demócratas llamaran a testigos, como por ejemplo el exconsejero de Seguridad Nacional John Bolton, quien bien podría haber hecho saltar por los aires la defensa de Trump.
Y en su camino por forzar el impeachment contra Trump, los demócratas decidieron no plantear la batalla legal por el derecho a escuchar a Bolton y a otros miembros de la Casa Blanca, lo que generó la crítica de que el proceso era más una jugada política que una seria preocupación por un supuesto quiebre constitucional.
A Trump se le acusaba de abuso de poder y de obstrucción al Congreso.
De forma constante se recuerda que Trump se ha alejado de las normas del comportamiento presidencial, pero uno de los principales efectos de estos tres años de presidencia ha sido la destrucción del sentido compartido de lo que deben ser estas normas.
Como reflejó el impeachment, Washington ni siquiera puede ponerse de acuerdo sobre qué está bien y mal. Tras su absolución, Donald Trump celebró una victoria pírrica. Pero no hay duda de que hay un perdedor: el país que lidera y que ha ayudado a dividir.
Como OJ Simpson
De alguna manera, el impeachment a Trump se ha parecido al juicio a OJ Simpson con toda la atención mediática pero sin las mismas cifras de audiencia ni suspense. Igual que OJ apeló a los miembros del jurado afroamericanos como él, Trump confió en la alianza partisana de los obedientes republicanos.
E igual que la defensa de OJ atacó al departamento de policía de Los Ángeles y al oficial Mark Fuhrman, Trump se quejó de los “policías corruptos” de los demócratas dirigidos por el exfiscal de California Adam Schiff.
Los hechos del caso han sido secundarios frente a los sentimientos que generaban. La cuestión es de qué lado estás.
Los demócratas han lamentado que los republicanos hayan transformado el Senado en la Quinta Avenida, el lugar donde Trump presumió una vez de poder disparar a alguien sin perder un ápice de apoyo. Los historiadores concluirán que tenía razón.
La celebración en el Ala Este de la Casa Blanca el viernes tras su absolución puede ser vista como un momento definitivo de que el partido de Ronald Reagan se convirtió en el partido de Trump.
Los senadores del partido han aprobado las condiciones y los términos de la presidencia de Trump tras tres años de examen.
Llamó la atención ver cómo el fiscal general, William Barr, se levantaba de su asiento para saludar y aplaudir al equipo legal de Trump, sugiriendo que el muro que debería existir entre los fiscales del Departamento de Justica y los operadores políticos de la Casa Blanca ha caído.
La fiesta en el Ala Este fue el momento de coronación de la quinta ola de radicalización republicana tras la de Goldwater a mitad de los 60, la de Reagan en los 80, la de Gingrich en los 90 y la del Tea Party en los 2000. Ahora es el triunfo del Trumpismo.
Su primer tuit tras ser absuelto por el Senado, de mayoría republicana, lo demostró: una animación con carteles de Trump 2020, Trump 2024, Trump 2028, etc, etc.
¿Quién hubiera pensado...?
Solo un senador republicano se negó a jugar el juego partidista al votar por su destitución. Las lágrimas del discurso de Mitt Romney sonaban como el llanto final del republicanismo moderado. La ironía aquí, por supuesto, es que el ascenso de Trump en 2016 se debe parcialmente a la candidatura presidencial de Romney en 2012.
El movimiento conservador no quería un líder del establishment como Romney de nuevo.
Otra ironía es que en la noche en la que Romney selló su nominación como candidato para 2012 tras la victoria en las primarias de Texas, Romney estaba junto a Trump en el casino del millonario en Las Vegas.
Eso fue en el momento álgido del escándalo sobre el origen de nacimiento de Barack Obama y mostró que incluso moderados como Romney estaban siendo forzados a abrazar lo que representaba Trump.
¿Quién hubiera pensado que ocho años después el senador Romney estaría votando por la destitución del presidente Trump? ¿Quién hubiera pensado que los que decían "nunca Trump" serían luego tan leales, estarían tan intimidados por el Twitter del presidente y entregados al culto a la personalidad?
El discurso del estado de la Unión el martes mostró lo tóxico que es ahora el aire en Washington: desde la negativa de Trump a darle la mano a la demócrata Nancy Pelosi, presidenta del Congreso, a la imagen de ella rompiendo los papeles del discurso del presidente.
Nunca antes vimos un quiebre del decoro político básico.
Para mí, sin embargo, el momento que mejor refleja esta era fue cuando Trump otorgó la medalla presidencial de la libertad al presentador conservador de radio Rush Limbaugh.
El presentador radical es un profeta de la polarización. Pocos conservadores han hecho más que él para allanarle el camino a Trump. Con esa ceremonia, el presidente reveló el estado crónico de la desunión de Estados Unidos.
Un partido sin mayoría popular, pero...
Confrontado a una paulatina desaparición demográfica en las últimas décadas, el Partido Republicano ha actuado con maestría acumulando poder cuando el perfil étnico de Estados Unidos crecientemente favorece a los demócratas.
Lo ha conseguido maximizando la participación entre su base de votantes blancos, tratando de evitar la participación de las minorías y alterando distritos electorales.
El sesgo rural del Senado, donde un pequeño estado republicano como Dakota del Norte tiene el mismo poder que un gigante demócrata como California, ha ayudado a un partido minoritario, que ha perdido el voto popular en seis de las últimas siete elecciones, a conservar una mayoría.
En el juicio a Trump, los 48 senadores que votaron por su destitución representan a 18 millones de personas más que los 52 que votaron por la absolución del presidente.
Y una Corte Suprema con mayoría de jueces conservadores ha ofrecido un apoyo vital, como por ejemplo para que fluya a las campañas el dinero de plutócratas multimillonarios.
Lo que la presidencia de Trump demuestra es hasta dónde está dispuesto a llegar el Partido Republicano con su estrategia de ganar a toda costa. Líderes del partido no mostraron preocupación por la interferencia rusa en la campaña presidencial de 2016.
Y al votar por su absolución le dieron a Donald Trump luz verde para comerciar ayuda militar a Ucrania a cambio de trapos sucios de su rival demócrata Joe Biden.
Al felicitar a Mitch McConnell el viernes en la Casa Blanca, el presidente reveló por qué tantos republicanos apoyan a Trump sin atender a ninguna moral.
Trump destacó el número de jueces de derecha que McConnell ha sido capaz de confirmar en el Senado, lo que hará que el sistema judicial federal sea más conservador las próximas décadas. Y eso para los republicanos es una gran éxito.
Polarización en tiempo real
Los años electorales como este puede ser momentos de renovación. Por ejemplo, el gran triunfo de Ronald Reagan en 1984, cuando se impuso en 49 estados, o el de Obama en 2008.
Pero el caos en la primera noche de caucus del Partido Demócrata en Iowa nos recordó de nuevo la decadencia democrática del país. Ya parece que no funcionan ni los mecanismos de la democracia, un problema que se evidenció en la disputada elección de 2000 y que no se ha resuelto.
La noche del martes, en el discurso del estado de la Unión, vimos la polarización de Estados Unidos en tiempo real, en directo. Durante el juicio por el impeachment parecía que lo que estaba en el banquillo de los acusados era la misma idea -y los ideales- de Estados Unidos.
Una política rota, una democracia rota, un país roto.
¿Ya no tiene remedio Estados Unidos?