Decíamos en un artículo anterior que la OTAN busca compensar una amplia superioridad militar rusa dotando a Ucrania de sistemas de artillería que le proveen tres ventajas: mayor alcance, mayor precisión y mayor movilidad que buena parte de la artillería rusa. A su vez, ese armamento no está siendo utilizado para responder al fuego ruso, sino para atacar sus depósitos de municiones y sus centros de comando y control.
Aunque es evidente que el nuevo armamento está haciendo una diferencia en favor de Ucrania, cabe preguntarse si bastará para cambiar el curso de la guerra. En esta materia, parece haber un límite: incluso los servicios de inteligencia de países integrantes de la OTAN consideran improbable que Ucrania recupere todo el territorio perdido desde el inicio de la invasión rusa el 24 de febrero pasado. Más allá de ese límite, hay dos consideraciones a tener en cuenta para responder a la pregunta. La primera es que los envíos de armamento hacia Ucrania llegarían a su punto máximo en octubre próximo. La segunda es que el primer contraataque ucraniano de envergadura se daría en torno a Jersón (porque, por ejemplo, es la ciudad bajo control ruso más cercana a las fronteras a través de las cuales Ucrania recibe el armamento de la OTAN). Por ende, a más tardar en noviembre sabremos con precisión hasta dónde podría llegar la contraofensiva ucraniana.
Cuando eso ocurra, es probable que las expectativas sobre lo que pasaría en caso de continuar la guerra converjan lo suficiente como para permitir la búsqueda de una solución negociada. Es decir, cuando las partes crean lo mismo respecto al desenlace probable de la guerra si esta continuase, tendrán incentivos para ahorrarse el costo de seguir peleando y alcanzar ese desenlace en la mesa de negociaciones. Apunta en la misma dirección el hecho de que el costo de seguir peleando crecerá significativamente en los próximos meses.
De un lado, parte de la guerra en el futuro próximo girará en torno al control de ciudades (como Jersón), y la guerra urbana favorece al defensor sobre el atacante (la literatura militar establece una ratio de 6 a 1 en favor del atacante como condición para garantizar el triunfo). Y la llegada hacia fines de año del invierno hará las cosas aún más difíciles para el atacante. De otro lado, el costo económico de la guerra no hará sino crecer con el paso del tiempo. La caída en el PBI ruso en el 2022 fluctuaría entre un 8,5% (según el FMI) y un 11,2% (según el Banco Mundial). Esas cifras han sido atenuadas por el incremento en el gasto público (apelando a fondos de contingencia que, a diferencia de sus reservas internacionales, vienen disminuyendo), y podrían empeorar por la disminución en sus importaciones producto de las sanciones (Rusia, por ejemplo, importa parte de los microprocesadores que emplea su industria militar). Por su parte, el PBI ucraniano se contraerá este año en más de un tercio (según el FMI), y el déficit fiscal de su Gobierno Central equivale a unos 5.000 millones de dólares mensuales (según la revista “The Economist”).
Hasta ahora, parte de las cuentas de Ucrania fueron pagadas por los Estados de la OTAN. Pero, a su vez, esos Estados enfrentan la mayor inflación en 40 años, una elevada probabilidad de recesión y la perspectiva de cortes en los suministros de gas rusos en pleno invierno. Todo lo cual podría contribuir al triunfo electoral de fuerzas de derecha radical en países como Italia y Estados Unidos que, como muestran declaraciones recientes de Donald Trump, serían menos proclives a continuar brindando ayuda a Ucrania. Bajo esas circunstancias, las principales potencias de la OTAN podrían preferir presionar al Gobierno Ucraniano para que busque una solución negociada, antes que continuar apoyándolo por tiempo indefinido en la guerra actual.
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