Después de casi tres meses de ataques implacables, la ciudad ucraniana de Mariúpol ha caído. El ejército de Ucrania dice que su misión de combate en el puerto sitiado ha terminado. Más que cualquier otra ciudad ucraniana, Mariúpol ha llegado a simbolizar la feroz brutalidad del asalto de Rusia y la perseverancia de la resistencia de Ucrania.
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El miércoles 23 de febrero, Iván Stanislavsky dejó la funda de su cámara en la oficina.
Se dirigía a la casa de un amigo para ver el diseño de portada de su nuevo libro, el cual mostraba los murales de la era soviética de Mariúpol. Pero no quería cargar mucho, y podía recoger la bolsa al día siguiente.
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Pero el jueves, mientras estaba parado en la calle frente a su oficina cerrada, pudo escuchar sonidos estridentes que llegaban desde el este. La ciudad estaba bajo fuego.
A medida que el conflicto se intensificó y los disparos también se hicieron audibles hacia el oeste, Iván movió su cama al pasillo de su casa. Apiló su gran colección de libros de arte, incluida la Enciclopedia de la música rock ucraniana, contra las ventanas en el distrito de Primorsky.
“Digamos que no fue un desperdicio de biblioteca”, dice el fotógrafo de 36 años, que también trabajaba en el departamento de prensa del club de fútbol de la primera división ucraniana FC Mariupol.
Al otro lado de la ciudad, en el barrio de Kalmiusky, el empresario Yevhen también estaba tomando precauciones. El hombre de 47 años le había dicho a su familia que hiciera las maletas para poder escapar de la ciudad. Pero cuando regresó de la oficina, descubrió que nadie había hecho nada. Su familia se negaba a irse.
En un apartamento del mismo bloque, Nataliia, de 43 años, y Andrii, de 41, trabajadores de la siderúrgica cercana, ya estaban rebanando las dos últimas hogazas que habían podido comprar, dejándolas secar para comerlas pieza a pieza. durante las próximas semanas.
Volodymyr, un paramédico de 52 años de Kalmiusky, también estaba en su cocina, tratando de asimilar la noticia. Cuando llegaron informes de que los rusos marchaban por el pueblo de Chonhar, en una carretera estratégica que sale de Crimea hacia el oeste, sintió conmoción. Comprendió que se trataba de un ataque coordinado.
El despachador de la ambulancia estaba al teléfono. Le indicó a Volodymyr que ignorara las llamadas de rutina. “Encuentra a los heridos”, le dijeron.
Mariia, graduada en ingeniería de 22 años, pensó que la primera explosión que escuchó fue simplemente una tormenta. Entonces llegó una segunda explosión.
“No sabíamos qué hacer”, dice. “No tuve tiempo de pensar en mi futuro, mis planes. Tuve que pensar en lo que comería y bebería... Y qué hacer con los gatos”.
De repente se dio cuenta de por qué, en los últimos días, habían aparecido soldados en el taller de pintura donde trabajaba, pidiendo comprar cinta azul y amarilla. Lo necesitaban para marcar sus uniformes.
Cuatro días después de iniciada la guerra, cuando los combates se acercaban, Iván y su esposa buscaron refugio en un sótano debajo de su supermercado local. Ofrecía una buena protección, e Iván descubrió que la amortiguación del sonido adormecía su sensación de creciente ansiedad.
La vida diaria se estaba reduciendo a lo esencial.
“Vivíamos como gente primitiva”, le dijo a la BBC desde Lviv, adonde se refugia ahora. “Cortamos árboles, hicimos fogatas, cocinaos comida en las hogueras. Incluso escuché de personas que comían palomas”.
Vio cómo el orden se rompía gradualmente a su alrededor. Escribió un diario vívido, que luego se publicó en línea.
“Ha llegado la edad de piedra”, dice en la página del 6 de marzo.
Escribe sobre cómo los ucranianos asaltaron tiendas abandonadas, llevándose todo, desde computadoras y neveras hasta trajes de baño y ropa interior.
Una noche, una mujer borracha lo invitó a beber en el sótano donde se refugiaba. “Date un gusto”, dijo, mientras una linterna revelaba una botella de Merlot californiano, tomada de Wines of the World en la cercana calle Italiiska.
Pero consciente de que incluso se estaban llevando suministros médicos y cajas registradoras, Iván dice que sintió disgusto.
“Somos nuestros peores enemigos”, escribió.
Pero, ¿es así cómo sobreviven los más aptos?, se preguntó. Después de un tiempo, cada día se convirtió en una “misión de combate”.
En unas pocas semanas, Mariúpol se vino abajo. El ejército ruso asedió la ciudad y atacó los suministros de agua y electricidad. Un ataque aéreo ruso golpeó el hospital de maternidad el 9 de marzo y un avión bombardeó su teatro, claramente marcado como un refugio civil, una semana después.
Iván se sorprendió de lo rápido que sucedió todo.
“Toda la ciudad, toda su infraestructura, sistema de abastecimiento, logística, suministro de energía fue destruida en cuestión de días”, relató.
Sentado bajo tierra por la noche, sintió que la gente se volvía pasiva.
“Solo puedes esperar en el refugio”, escribió en su diario. “Algunos esperan la primavera, otros, que llegue la mañana, otros, el final de la guerra. Y alguien está esperando que llegue la bomba que mate a todos”.
Y todo esto justo cuando Mariúpol parecía destinado a entrar en una nueva época. El dinero había comenzado a llegar a raudales, agregando brillo a una ciudad que anteriormente se asociaba principalmente con la industria pesada y la guerra.
“Era una ciudad que aspiraba a algo”, considera Iván. No siempre había sido así.
Mucho antes de la invasión de este año, Mariúpol tenía un asiento de primera fila en el conflicto latente de Ucrania con los separatistas respaldados por Rusia en Donetsk y Lugansk, las dos regiones que conforman el área vecina conocida como Donbás.
Cuando estallaron los combates allí por primera vez en 2014, el gobierno perdió brevemente el control de Mariúpol después de enfrentamientos con manifestantes prorrusos. En enero de 2015, un devastador ataque con cohetes de los rebeldes en el extremo este de la ciudad mató a unos 30 civiles.
Aunque la guerra retrocedió gradualmente, el sonido de la artillería retumbando en la distancia era parte del paisaje sonoro diario de Mariúpol.
Pero la ciudad siguió adelante. El gobierno ucraniano la convirtió en la capital administrativa de la región del Óblast, de Donetsk, reemplazando a la ciudad de Donetsk controlada por los rebeldes.
“Comenzó a recibir todos los recursos y toda la atención”, explicó Iván.
Se renovaron los edificios públicos, se abrieron cafés y se crearon nuevos parques. En un podcast de octubre pasado, el alcalde de la ciudad, Vadym Boychenko, se jactó de crear los mejores servicios municipales del país, abrir una escuela de tecnologías de la información y promover el arte y el deporte contemporáneos.
Dijo que había planes en marcha para instalar el parque acuático más grande de Ucrania y una versión de Disneyland “que probablemente se llamará Mariland”. De hecho, Mariúpol fue declarada “Gran Capital de la Cultura” de Ucrania en 2021.
Pero mientras Mariúpol florecía, el Donetsk controlado por los rebeldes se deterioraba. Cuando los rebeldes regresaron a Mariúpol, Volodymyr, el paramédico, creyó que la venganza los impulsaba a destruir la ciudad.
“'Si vivimos en la mierda, entonces tú también vivirás en la mierda'”, dice Volodymyr que le dijeron en un puesto de control cuando finalmente escapó de la ciudad. “Simplemente nos miraban y envidiaban cómo vivíamos”.
Yevhen, el empresario, describe la vida en Mariúpol en los últimos cinco años como “un cuento de hadas”. “Se estaba reconstruyendo la ciudad, se renovaron todas las carreteras, se mejoró el transporte público”.
Su empresa de restauración de edificios fue responsable, entre otros proyectos, de la reconstrucción de la icónica torre de agua de Mariúpol para el 240 aniversario de la ciudad.
“Esta es una ciudad de grandes trabajadores... Era difícil para mí explicarle a mis trabajadores que debían terminar a las 6:00 pm, ellos querían trabajar más tiempo”.
Como muchos otros, pasaba los fines de semana en familia en los remozados parques de la ciudad o en el paseo marítimo.
“Para mí, esta es una pregunta clave: si quieres capturar la ciudad, ¿por qué destruirla? Los rusos no necesitan gente que piense, necesitan territorio”, dice.
Y, agrega, ahora está recibiendo llamadas de los rusos para regresar a Mariúpol y ayudar a reconstruirla.
“Pero si Mariúpol está ocupada por Rusia, no habrá futuro allí... no habrá nada por lo que vivir. Vivir en un territorio no reconocido es enterrar el futuro de tus hijos”.
Unas 150.000 personas permanecen en la ciudad, de una población de casi medio millón. La mayoría de los que quedaron allí, dice, también están tratando de escapar.
“Me fui de Mariúpol pero mi alma está allí”, concluye con lágrimas en los ojos.
Nataliia y su esposo Andrii trabajaron en la planta de Illich, una de las dos fábricas de hierro y acero que se elevan sobre el horizonte de la ciudad y ocupan un lugar destacado en las fotografías de Iván Stanilavsky.
Pasaban largas jornadas de trabajo y el tiempo libre era valioso.
“Las autoridades de la ciudad colocaron baldosas de mármol, hicieron pilares [para que] fuera posible sentarse en un banco justo en el mar”, dice Andrii.
“Era una ciudad cálida y maravillosa, con parques, conciertos, fuentes”, dice su esposa. “Una ciudad europea”.
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Este florecimiento reciente fue capturado por Iván, pero como fotógrafo apasionado por el pasado de su ciudad, su proyecto favorito fue documentar la notable colección de murales soviéticos de Mariúpol, una de las más extensas de Ucrania.
La importancia cultural de preservar obras tan notables parece innegable, pero en Mariúpol la nostalgia por la Unión Soviética chocó incómodamente con la identidad moderna y cada vez más europea de Ucrania, dice Iván:
“La política ya estaba impidiendo que este patrimonio cultural se integrara en el contexto artístico de Ucrania”.
Así que, inevitablemente, cuando llegó la guerra, la cultura también se vio enfrentada a sí misma.
El 28 de abril, el ayuntamiento de Mariúpol denunció el presunto robo por parte de Rusia de más de 2.000 piezas de los museos de la ciudad, incluidos iconos antiguos, un rollo de la Torá escrito a mano y más de 200 medallas.
La directora del Museo de Historia Local de Mariúpol, Natalia Kapustnikova, dijo más tarde al periódico ruso Izvestia que ella personalmente había entregado pinturas a los rusos de Iván Aivazovsky y Arkhip Kuindzhi, y afirmó que los “nacionalistas” ucranianos habían quemado el 95% de las exhibiciones del museo.
Ella no era la única funcionaria local que albergaba sentimientos prorrusos. El 9 de abril, el fiscal general de Ucrania acusó de traición a un miembro del ayuntamiento de Mariúpol, Kostyantyn Ivashchenko, después de que los separatistas prorrusos lo declararan alcalde en Donetsk.
El partido prorruso de Ivashchenko había tenido un buen apoyo en las últimas elecciones de la ciudad, quedando en segundo lugar, mientras que el partido del presidente Volodymyr Zelensky quedó en un distante quinto lugar.
En una encuesta realizada justo antes de las elecciones por el Centro de Indicadores Sociales con sede en Kiev, casi la mitad de la población de la ciudad se identificó como “rusa”, aunque el 80% también se describió como “ucraniana”.
Más revelador, quizás, es que menos del 20 % se autoidentificó como “europeo”, mientras que más del 50% dijo que era “soviético”.
Nataliia, cuyo padre es ruso, dice que le pidió perdón a su esposo cuando comenzó el bombardeo. “Estaba avergonzada de ser rusa”.
Mariia, la ingeniera, repite que antes de la guerra su primer idioma era el ruso, pero cuando comenzaron los bombardeos “comencé a odiar todo lo ruso: el idioma, las películas, los objetos”.
La compleja identidad de Mariúpol no es única en la Ucrania actual, un país que formó parte integral de la Unión Soviética hasta el colapso del comunismo a fines de la década de 1980. Y es dudoso que cualquiera de los que se describieron a sí mismos como “rusos” o “soviéticos” quisieran ver su ciudad destruida en un esfuerzo violento por volver a colocarla en la órbita de Moscú.
Irónicamente, cuando llegó el momento de defender la ciudad de los invasores rusos, fue otra parte del legado de la era soviética de Mariúpol la que pasó a desempeñar un papel casi icónico.
Este legado, enterrado a gran profundidad, es el laberinto de búnkeres debajo de la siderúrgica Azovstal, construida por las autoridades soviéticas durante la Guerra Fría.
Los 36 refugios antiaéreos dieron cabida a más de 12.000 personas. Después de la independencia en 1991, nadie pensó mucho en ellos. Pero luego comenzaron los combates en 2014.
“Empezamos a pensar en lo que haríamos si los combates se extendieran más por la ciudad”, dice Enver Tskitishvili, director general de Azovstal.
La capacitación sobre el uso de los búnkeres y sus túneles de conexión se realizó todos los días durante años.
A principios de febrero, cuando el temor a que se reanudara el conflicto se hizo más grande, los preparativos se aceleraron. Se trajeron alimentos y agua la semana anterior a la invasión de Rusia.
Los funcionarios de la planta sabían que los refugios antiaéreos pronto estarían ocupados, pero no tenían idea de que Azovstal, rodeada de agua por tres lados, se convertiría en el escenario de la última resistencia de Mariúpol.
A medida que pasaban los días, la guerra se acercaba cada vez más al departamento de Iván Stanislavsky. Las excursiones en busca de alimentos, incluso a la cercana tienda Dzerkalnyy, a solo 400 metros, eran cada vez más peligrosas. A veces, un equipo de morteros ucranianos llegaba en camión, disparaba algunas rondas y se marchaba antes de la inevitable respuesta rusa.
Había poca comunicación entre civiles y soldados.
Un día, un tanque del Regimiento Azov llegó cerca de Dzerkalnyy, haciendo que los lugareños salieran corriendo, temerosos de una batalla inminente. El regimiento surgió en 2014 como una milicia voluntaria muy eficaz con afiliaciones de extrema derecha y, en algunos casos, neonazis, antes de incorporarse a la Guardia Nacional de Ucrania.
Vladimir Putin ha hecho un uso extensivo de los controvertidos orígenes de Azov, en un esfuerzo por reforzar su argumento de que está tratando de “desnazificar” a Ucrania. Las autoridades ucranianas dicen que los orígenes del regimiento son cosa del pasado y señalan que los partidos de extrema derecha han tenido muy poco éxito electoral.
En su diario, Iván describió a los miembros que conocía del batallón como un variopinto grupo de nativos de Mariúpol (motociclistas, abogados, hinchas del fútbol y un actor aficionado) impulsados no por ideología, sino por un odio feroz hacia aquellos que intentaban arruinar sus vidas.
“Juntos formaron un batallón 'nazi' e intimidaron a todo el ejército ruso”, escribió.
Intimidante y efectivo, pero no lo suficiente, eventualmente, para detener la marea rusa.
Mientras los defensores de la ciudad peleaban su batalla perdida, Iván escuchó voces en su sótano que comenzaban a maldecir al presidente Zelensky por dejar a Mariúpol a su suerte.
A pesar de todos los elogios recibidos por los defensores de la ciudad, quedó claro desde el principio que Mariúpol no era la principal prioridad del gobierno. Enfrentado a las amenazas rusas en varios frentes, el gobierno de Zelensky optó por asegurar la capital, frustrando lo que podría decirse que era la principal prioridad de Vladimir Putin.
En última instancia, eso significó permitir que las fuerzas rusas lograran otro de sus objetivos previos a la guerra: el establecimiento de un corredor terrestre entre Crimea, anexada por Moscú en 2014, y los separatistas en el Donbás.
Pero para aquellos atrapados en la ciudad, peleando o simplemente tratando de sobrevivir, fue un trago amargo.
“Algunos dicen que a Mariúpol se le otorgó el estatus de ciudad heroica”, escribió Iván en su diario el 13 de marzo.
“Parece que el premio será póstumo”.
Iván ya no podía soportar más. Afuera del supermercado Dzerkalnyy, vio cadáveres cuidadosamente apilados debajo de una pared. Las personas que antes hacían cola para conseguir comida ahora estaban en “la cola de los muertos”, esperando ser enterradas.
Entonces, el 15 de marzo, metió a cuatro miembros de la familia y su gato en su Skoda Fabia milagrosamente intacto y se unió a un convoy para el tortuoso viaje hacia el noroeste con destino Zaporizhzhia, una localidad controlada por el gobierno.
En un mirador de la calle Markelova que apunta hacia el puerto y la playa, Iván se permitió un breve momento de reflexión.
“En mi cabeza me estoy despidiendo de este lugar”, relató en su diario. “Tengo la sensación de que nunca volveremos aquí”.
Un día después, Mariia y cinco familiares también partieron en automóvil, llevando solo objetos personales y el perro de la familia. Mientras salían de Mariúpol, su convoy fue atacado y los autos tuvieron que acelerar para salir del peligro, dirigiéndose primero a Zaporizhzhia y luego a Dnipro.
Al día siguiente, Nataliia y Andreii se fueron, luego de que un vecino les ofreciera un espacio en su auto. La pareja finalmente llegó a la ciudad de Khmelnytskyi, donde han estado vendiendo la colección de monedas de la familia para poder sobrevivir.
En ese mismo convoy, Yevhen viajaba con su esposa y otros dos familiares. Ahora está en Dnipro, ayudando a otros residentes que escaparon de Mariúpol y tratando de llegar a los que quedan.
Volodymyr, el paramédico, se quedó en Mariúpol todo el tiempo que pudo para cuidar de su anciana madre. Pero privada de alimentos y medicinas especiales, murió. Él salió de la ciudad el 21 de abril y se ofreció como voluntario en un hospital en Dnipro.
“Hay miles y miles de familias como la mía”, dice. “¿Cuántas personas han muerto? ¿Cuántas familias se han perdido?”.
Dos meses después de escapar, Iván sigue observando la agonía de Mariúpol desde la relativa seguridad de Lviv.
En el epílogo conmovedor de su diario, escribió sobre recuerdos instantáneos, mensajes de texto sobre muertes o escapes afortunados.
Y llamadas telefónicas que quedaron sin respuesta: “El usuario está fuera de cobertura”.
Con información de Kateryna Khinkulova e Illia Tolstov
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