En los primeros días de la invasión, Járkiv, en el este de Ucrania, luchó contra una columna blindada rusa. Desde entonces, ha sufrido ataques aéreos y bombardeos rusos nocturnos, con decenas de civiles muertos y cientos heridos. El corresponsal de la BBC Quentin Sommerville y el camarógrafo Darren Conway han pasado esta semana con las fuerzas ucranianas mientras luchan para detener un nuevo avance ruso.
Advertencia: esta información contiene material que algunos espectadores encontrarán perturbador.
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La primera víctima de la guerra es el tiempo. Pregúntale al joven soldado en el frente cuándo ocurrió un ataque o a la anciana en la cama del hospital cuándo bombardearon su casa, y te mirarán confundidos. ¿Fue hace 24 horas o 48? Los días se han vuelto uno, te dicen.
En Járkiv, la segunda ciudad más grande de Ucrania, el tiempo es elástico. Está cerca de la frontera con Rusia y el bombardeo nocturno de la artillería y aviones de guerra rusos no da tregua. Las últimas dos semanas han parecido una eternidad, pero la paz se puede recordar como si fuera ayer.
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En un paisaje helado en el extremo noreste de la ciudad, el teniente Yevgen Gromadsky, de 21 años, está de pie con las manos extendidas. Hay trincheras cavadas en las cercanías. “Saliente”, dice, levantando su mano derecha para acompañar el golpe de fuego desde sus posiciones. “Entrante”, dice, y su mano izquierda marca hacia arriba. Con un crujido, los proyectiles rusos son disparados desde sus posiciones a 900 metros de distancia a través de campos cubiertos de nieve.
La ofensiva continúa como un mecanismo de relojería en el borde de este pueblo bombardeado: “Entrando, saliendo, entrando, saliendo”, el teniente Gromadsky agita las manos con cada informe.
Nos conocimos esta tarde, pero ya sé que su padre, Oleg, murió la semana pasada defendiendo la ciudad y que el teniente Gromadsky pertenece a la séptima generación de militares en su familia. Planea un octavo, en una Ucrania libre.
Él describe así la lucha hasta el momento: “Los grupos de sabotaje están tanteando nuestras líneas [de defensa], tenemos batallas directas de tanques. Disparan con proyectiles de mortero al principio y luego los tanques disparan a nuestras posiciones”.
Nos movemos a lo largo de las líneas del frente de una posición a otra.
Dentro de su vehículo blindado, una gorra del ejército ruso -un trofeo de su primera captura- cuelga del techo y continúa: “Estamos disparando con misiles guiados antitanque y también con las armas pequeñas habituales. Ellos desmontan y se dispersan. Hay siempre mucha gente”, comenta.
Dentro de la camioneta hay ambientadores mexicanos del Día de Muertos. Cráneos sonrientes colgando de cada esquina mientras vamos rebotando por un camino de tierra lleno de baches. En el suelo del vehículo, ruedan lanzagranadas propulsados por cohetes.
Desde el asiento del pasajero delantero, el teniente Gromadsky dice: “A veces usan esta táctica: primero, levantan una bandera blanca sobre su equipo, luego se acercan a nuestras posiciones. Cuando nos acercamos y los tomamos como prisioneros de guerra, comienzan abrir fuego contra nuestras tropas”.
La posición fue atacada el lunes (¿o fue el día anterior?, se pregunta), dos tanques rusos y un vehículo blindado. “No se preocupen, estamos bien defendidos”, dice mientras señala una pila de misiles guiados antitanque Javelin, fabricados en Estados Unidos. “Lockheed Martin, Texas”, está escrito en su carcasa.
Cerca, hay una pila de misiles británicos de armas antitanque ligeras (NLAW, por sus siglas en inglés) de nueva generación. “Acaba hasta con los tanques más avanzados”, promete su fabricante, Saab, en su sitio web.
Hace mucho frío y dos cachorros juegan a los pies del teniente Gromadsky. Sus zapatos son un par de zapatillas Puma blancas: “Aquí tienes que ser rápido”, dice.
Los ucranianos están improvisando en esta guerra. Su gobierno ha sido criticado por estar mal preparado y ahora hay prisa por traer hombres al frente. El ejército regular se está fusionando con las fuerzas de defensa civil.
En un punto de reunión en el extremo este de la ciudad, veo llegar autobuses con cientos de soldados recién equipados. “¿Dónde está mi chaleco antibalas?” pregunta uno. “Lo obtendrás en el frente”, grita un oficial y momentos después se han ido.
Algunos se unirán a la unidad del teniente Gromadsky y trabajarán junto a un médico que se hace llamar Reaper [una referencia a “grim reaper” como se conoce en inglés a la Parca]. “Has oído hablar del ángel de la muerte, ¿verdad?”, pregunta. Él también está al mando de esta línea de defensa al borde de un pueblo. Muchas de las casas han sido destruidas o dañadas por los bombardeos rusos.
¿Cómo están luchando los rusos?, pregunto. “Luchan como animales estúpidos”, dice Reaper. “Luchan como si fuera 1941: no tienen maniobrabilidad, simplemente vienen al frente y eso es todo. Tienen mucha gente, muchos tanques, muchos vehículos, pero estamos luchando por nuestra tierra y estamos protegiendo a nuestras familias, no importa cómo peleen porque peleamos como leones y no van a ganar”.
En la parte trasera, la cocina está en una cafetería. El cocinero del ejército es tranquilizadoramente grande con un gorro tejido en la cabeza. Ofrece tazones de borscht (sopa de remolacha) humeante: “Acompáñalo con crema agria”, insiste. Hay montones de pasteles y galletas hechos por fábricas locales para las tropas.
Me siento al lado de un comandante de batallón de 30 años llamado Sergey. “Vemos al enemigo, matamos al enemigo, no hay conversación, eso es todo”, dice.
Quiere saber de dónde soy. Se lo digo y me pregunta si es verdad que han venido voluntarios británicos a luchar por Ucrania. “¿Qué avión nos has dado?”, dice mientras termina su borscht.
Pero en el este y el sur de Ucrania, Rusia ha estado avanzando. El Ejército ruso ha encontrado una resistencia más decidida de lo que esperaba, pero las ciudades continúan cayendo. Y a pesar de todo su coraje en primera línea, se reconoce que las habilidades sobre el terreno de las tropas ucranianas no serán suficientes. Soldado tras soldado dicen que necesitan defensa aérea, una zona de exclusión aérea.
Me subo a otro vehículo blindado, que hace dos semanas estaba haciendo recogidas de dinero en efectivo en los bancos de la ciudad. También lo han puesto ahora al servicio del esfuerzo de guerra. Mientras conducimos por la ciudad, con sus amplios bulevares y hermosos edificios, llegamos a un complejo de apartamentos de la era soviética. Y allí me encuentro con Eugene, un hombre grande como un vikingo, muy tatuado con una barba naranja.
“Si Járkiv cae, entonces cae toda Ucrania”, me dice Eugene, de 36 años. Es parte de un equipo de reconocimiento que trabaja cerca de bloques de edificios residenciales. Algunos de los apartamentos han recibido impactos directos y en el estacionamiento un automóvil yace destrozado por otro ataque con misiles.
Lo que no hay aquí en Járkiv es sorpresa por el ataque ruso. “Desde 2014 sabíamos que vendrían, tal vez en 1 año, 10 años o 1.000 años, pero sabíamos que vendrían”.
A las 04:55 del 24 de febrero, Eugene recibió una llamada de un amigo que le decía que el ataque estaba a punto de comenzar. “Entonces escuché los cohetes atacar nuestra ciudad”, dice. Como todos los demás, no ha vuelto a casa desde entonces.
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Salir del frente para volver al centro de la ciudad es casi como entrar en otro mundo. El incesante bombardeo ruso ha hecho que la mayor parte de la población de 1,5 millones haya huido.
Pocos vecindarios han escapado a algún tipo de daño. A primera hora de la mañana aún se pueden ver colas en farmacias, bancos, supermercados y gasolineras, a las que acuden a abastecerse los que se quedaron atrás. Se está realizando un gran esfuerzo logístico y humanitario tras bambalinas para mantener Járkiv en funcionamiento.
Antes del toque de queda me dirijo al Hospital Número 4 de la ciudad para encontrarme con el doctor Alexander Dukhovskyi, jefe de pediatría. Debajo de su ropa blanca de hospital, lleva una camiseta de Miami Beach 2015, con la bandera estadounidense. No ha ido a casa en semanas.
Se ríe cuando digo que Rusia dice que no está atacando a civiles. Luego, en silencio, me lleva a recorrer pasillo tras pasillo de víctimas de los ataques rusos. Estos heridos están en los pasillos porque los proyectiles rusos han caído cerca, por lo que los pacientes no están seguros en las salas con ventanas grandes. La mayoría aquí resultaron heridos mientras estaban en casa.
La unidad de cuidados intensivos para niños está en la planta baja. Sus estrechas ventanas captan la luz brillante de la nieve exterior.
En una cama cercana está Dmitry, de ocho años. Los dedos de sus pies sobresalen por debajo de la manta y una mano, magullada y ensangrentada, también se asoma. Su cara está raspada y llena de cicatrices con cientos de marcas.Su ojo derecho no está del todo cerrado. Hace unos días, los médicos le sacaron una bala debajo del cráneo y las vértebras.
Se espera que se recupere por completo, pero por el momento se encuentra en un estado lamentable, con tubos que extraen fluidos de su pequeño cuerpo en botellas de plástico que cuelgan debajo de su cama. La fina manta con rosas diminutas, sube y baja con su respiración mecánica.
Vladimir Putin dijo que quería desmilitarizar Ucrania, pero en cambio está creando una tierra de nadie. Por la noche, la ciudad está en un apagón casi total. Un golpe constante de ataques rusos cae durante la noche.
Járkiv fue una vez la capital de Ucrania: tiene los parques, catedrales, museos y teatros que cabría esperar, así como la fábrica de aviones Antonov y fábricas de tanques y turbinas.
Toda la ciudad es ahora unfrente de batalla.
Y esto tampoco debería sorprendernos. El manual de maniobras de guerra ruso se ha perfeccionado en Siria durante los últimos 10 años. Rodear, asediar y aterrorizar a la población. En Ucrania, como en Siria, la población está siendo expulsada de sus ciudades de origen mientras las fuerzas rusas continúan su avance.
Pero Ucrania todavía resiste.
Me encuentro con un equipo de inteligencia que conduce con misiles antitanque listos para usar en la parte trasera de sus vehículos. Nuevamente, me dirijo al borde de la ciudad y paso a través de las líneas del frente hacia un peladero. Hay dos gasolineras en las afueras de la ciudad que han sido destruidas por bombardeos y disparos.
Tirados en la nieve, hay una docena de cadáveres rusos congelados. Los hombres yacen como figuras de cera, algunos con las manos extendidas, sus barbas apelmazadas congeladas y tiesas por el frío.
Las entrañas de uno están esparcidas por el patio delantero. Hay huellas de color rojo sangre alrededor de su cadáver. Les han quitado las armas y le pregunto a Uta, uno de los oficiales, qué pasará con los cuerpos.
“¿Qué crees que pasará? Los dejaremos para los perros”, dice encogiéndose de hombros.
Y en este lugar miserable en el borde de Járkiv, anodino por su normalidad hace dos semanas, rodeado de cadáveres congelados, es como si el tiempo se hubiera detenido.
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