En el cementerio de Stepanakert, con el rostro hinchado por las lágrimas, una madre apoya por última vez su mejilla en la de su hijo, arropado por una bandera de Nagorno Karabaj.
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Tigran Petrosian tenía 26 años. Oficial de policía en esta ciudad, se había unido a las fuerzas separatistas armenias al inicio del conflicto con Azerbaiyán a finales de septiembre.
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Murió el jueves en un ataque de dron contra el coche que lo llevaba a Hadrut. Se dirigía a relevar a sus camaradas en el frente, al sureste.
Con el rostro serio, los ojos enrojecidos, una quincena de personas, la familia, los amigos o compañeros de combate vestidos con uniforme policial o militar, asistieron el sábado al funeral, en la parte del cementerio reservado a los muertos de las guerras.
Solo el lamento desgarrador de la madre rompe el pesado silencio.
Algunos hombres fuman bajo un sol ardiente. No hay ningún niño presente. Desde la reanudación del conflicto el 27 de septiembre, la mayoría de las familias abandonaron la capital de Nagorno Karabaj, a menudo bombardeada.
Azerbaiyán intenta recuperar esta región habitada mayoritariamente por armenios que se independizó hace unos treinta años, provocando una guerra que dejó 30.000 muertos. A lo largo del frente, los enfrentamientos continuaron periódicamente pese a una tregua en 1994, pero nunca antes se reanudaron con tanta violencia.
El domingo por la mañana, entró en vigor una nueva tregua acordada entre Armenia y Azerbaiyán. Pero ambos se acusan ya de haberla violado.
En el cementerio, en el centro de Stepanakert, se tuvo que excavar una nueva sección para acoger a los muertos de los nuevos combates, debajo de donde están enterrados más de un centenar de soldados de la primera guerra.
Las sepulturas son de piedra e imponentes, grabadas con las retratos de los difuntos. 1993 y 1994 son los años de defunción más comunes. A veces hay dos tumbas una al lado de la otra, como el caso de dos hermanos, uno muerto en 1993 a los 20 años y el otro en 1994, con 19.
En las parcelas polvorientas, recién instaladas, ya hay 25 tumbas, con una cruz de piedra colocada a lo largo de un pequeño montón de tierra rectangular, o a veces simples piedras que forman una cruz, para las familias pobres.
“La cólera de Dios”
Esta mañana, tiene lugar el entierro de otro joven combatiente. Solo están presentes su padre y dos hermanos menores.
La inhumación se hace rápidamente. El padre permanece arrodillado varios minutos, con los hombres y la cabeza apoyados en la parte superior de la tumba, mientras su cuerpo tiembla con cada sollozo. Sus dos hijos están agachados detrás, con una mano sobre sus ojos, o sobre el hombro del padre.
Muy cerca, alrededor de la sepultura de Tigran Petrosian, se han colocado ocho grandes coronas de flores falsas rojas, amarillas y blancas. Con un crucifijo en la mano, vestido con sotana negra, el joven sacerdote Mesrop Khunoyan, realiza una última oración.
“Rezamos por que todo acabe pronto. Pero rezamos también por que la cólera de Dios no tarde en llegar, y que el diablo que ha desencadenado todo esto sea duramente castigado”, dice.
Agarrada al féretro aún abierto, llorando de dolor, la madre tiene que ser prácticamente sacada a la fuerza de ahí. Sus familiares la alejan para que el ataúd sea fijado antes del enterramiento.
La familia coloca después alrededor de la tumba decenas de claveles rojos.
A unos metros de ahí, otra madre y familiares se recogen ante la tumba de su hijo, enterrado unos días antes. Casi tumbada en el suelo, la mujer repite entre lágrimas el nombre de su niño. Su hija, arrodillada enfrente, también llora.
Después, poco a poco, las familia comienzan a irse. Vuelve el silencio y ya solo se oye el ruido ensordecedor y lejano de las explosiones en el frente.
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