Eleazar Hernández dormía en una acera bajo una ligera llovizna, con temperaturas casi gélidas y el rugido de los camiones que pasaban. Este migrante de Venezuela de 23 años trataba de llegar a la ciudad colombiana de Medellín con su esposa, embarazada de siete meses.
Pero la pareja se quedó sin dinero para transporte cuando llegó a Pamplona, una pequeña localidad montañosa a 482 kilómetros (más de 300 millas) de su destino final. Al no poder comprar boletos de bus, Hernández depositó todas sus esperanzas en conseguir un viaje gratis en la parte trasera de un camión. Era la forma más segura de cruzar el Páramo de Berlín, una helada meseta a 4.000 metros (13.000 pies) de altitud.
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“Mi esposa casi no puede caminar”, señaló Hernández, quien llevaba cuatro días durmiendo en las veredas de Pamplona. “Queremos que nos saquen de acá en buses”.
Luego de que la cuarentena contra el coronavirus suspendió durante unos meses uno de los mayores movimientos migratorios de los últimos años, los venezolanos vuelven a huir de nuevo de la crisis económica y humanitaria en su país.
Aunque el número de personas que se marcha es menor del que lo hacía en el apogeo del éxodo venezolano, funcionarios migratorios colombianos esperan que 200.000 venezolanos ingresen al país en los próximos meses atraídos por la posibilidad de tener un salario mejor y poder enviar dinero a su país para alimentar a sus familias.
Los nuevos migrantes se topan con condiciones mucho más adversas que aquellos que se fueron antes de la pandemia. Los albergues siguen cerrados, los conductores son más reticentes a subir a sus vehículos a quienes esperan en la calle y los residentes que temen contagiarse son menos propensos a ayudar con donaciones de comida.
“Ya no nos están dando aventones como antes”, dijo Anahir Montilla, una cocinera del estado venezolano de Guarico que se acercaba a la capital colombiana, Bogotá, tras viajar con su familia durante 27 días.
Migración venezolana
Antes del coronavirus, más de cinco millones de venezolanos se habían marchado de su país, según Naciones Unidas. Los más pobres lo hicieron a pie, caminando por un terreno que a menudo es abrasador pero donde puede llegar también a hacer un frío glacial.
A medida que los gobiernos de toda Sudamérica paralizaban sus economías con la esperanza de frenar la propagación del COVID-19, muchos migrantes se quedaron sin trabajo. Más de 100.000 venezolanos regresaron a su país, donde al menos tenían un techo sobre sus cabezas.
Hoy en día, los cruces oficiales por tierra y puentes a Colombia siguen cerrados, lo que obliga a los migrantes a tomar caminos ilegales a lo largo de la porosa frontera de 2.200 kilómetros (1.370 millas) con Venezuela. Esas carreteras de tierra están controladas por violentas bandas de narcotraficantes y organizaciones rebeldes como el Ejército de Liberación Nacional.
“El reingreso de la población venezolana para Colombia se está dando a pesar de que la frontera está cerrada”, afirmó Ana Milena Guerrero, responsable del Comité Internacional de Rescate, una ONG humanitaria que ayuda a los migrantes.
Y muchos se ven obligados ahora a caminar durante días dentro de su propio país para alcanzar la frontera debido a una escasez de gasolina que ha reducido el transporte entre las ciudades.
Hernández dijo que tardó una semana en llegar andando desde su ciudad, Los Teques, a Colombia.
“Yo no puedo permitir que mi hija nazca en un país donde tenga que irse a dormir sin comer algo”, dijo mientras se registraba ante una ONG que repartía mochilas con comida y sombreros para el frío.
Una vez en Colombia, suelen caminar junto a autopistas o esperan para conseguir que alguien los lleve. Pero eso también se ha complicado.
“Ha sido demasiado fuerte”, dijo Montilla, que seguía a 321 kms (200 millas) de su destino. “Pero por lo menos acá en Colombia tenemos los alimentos, podemos comprar ropa, podemos comprar zapatos. Allá no podemos hacer eso”.
En un largo tramo de carretera entre la ciudad fronteriza de Cúcuta y Bucaramanga, más al interior, solía haber 11 albergues para migrantes. Las autoridades locales, en su intento por contener la propagación del coronavirus, ordenaron el cierre de la mayoría.
Antes de la pandemia, Douglas Cabeza había convertido un cobertizo próximo a su casa en Pamplona en un albergue que recibía hasta 200 migrantes por noche. Ahora presta colchonetas de gimnasio a quienes duermen bajo cielo abierto, con la esperanza de ayudarles a protegerse algo del frío.
“Hay cositas que de pronto no se visualizan mucho pero que mitigan las necesidades de la gente”, apuntó Cabeza.
Cuando los migrantes llegan a su destino, una nueva lista de preocupaciones se cierne sobre ellos. La tasa de desempleo en Colombia pasó del 12% en marzo a casi el 16% en agosto. Quienes no pueden permitirse pagar el alquiler están siendo desahuciados. Y para complicar aún más las cosas, más de la mitad de los venezolanos en Colombia no tienen estatus legal.
Sin embargo, la posibilidad de ganar incluso menos que el salario mínimo es para muchos un impulso. El sueldo mínimo en Colombia ronda ahora los 260 dólares, muy por encima de los apenas dos de Venezuela.
Hernández trabajaba como vendedor ambulante en Venezuela, vendiendo los pasteles horneados por su esposa. Pero el dinero para comprar comida era cada vez más escaso, lo que llevó a la pareja a embarcarse en un viaje de 1.384 kms (860 millas) a Medellín.
“Yo soy venezolano y a mi me encanta mi país. Pero ya no se puede vivir allá”, dijo.
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