Muchos dicen que es difícil creer lo que ha ocurrido en Estados Unidos desde el comienzo del año. Y quizá no se equivoquen.
Aunque el asalto al Capitolio el 6 de enero nos trajo a la memoria escenas que habíamos visto de alguna forma u otra en otros países y gobiernos de turno, siempre pensé que la justicia tendría la última palabra. También llegué a creer que el expresidente Donald Trump pagaría con un alto precio su descomunal desfachatez al incitar a sus seguidores a luchar para recuperar el país y dar un ejemplo a los débiles que no defendieron la integridad de las elecciones presidenciales.
Lo que olvidé, por la efervescencia del momento o por la crudeza de las imágenes de la turba entrando al Capitolio, fue que en el ejercicio de la política el manejo del tiempo puede llegar a ser un gran aliado o transformarse en el peor enemigo.
Es importante mencionarlo sin muchos adornos ni fuegos artificiales para que la gente entienda que fue un error dejar espacios y no iniciar el juicio político cuando Trump todavía seguía en el cargo. El futuro inmediato terminó haciéndole un favor a Trump sin que este haya movido un solo dedo desde su retiro en Mar-a-Lago.
Los demócratas apostaron por retomar el asunto de la irrupción a la sede Legislativa varias semanas después, aunque sin tomar en cuenta que la crisis podía empañar el proceso político y desgastar a la opinión pública. Lamentablemente, esto fue lo que terminó ocurriendo.
El país, pero sobre todo la gente del común, empezó a desmenuzar urgencias y poner en la balanza asuntos más apremiantes que el nuevo gobierno de Joe Biden debía hacer frente en medio de una pandemia de largo aliento.
La oportunidad de ver en el banquillo de los acusados a un exmandatario ricachón, ególatra y altanero dio paso a otra dinámica. Llámese: la búsqueda de nuevas estrategias y políticas de gobierno para alentar las vacunaciones masivas contra el COVID-19, la necesidad de aprobar un paquete de ayuda económica para los más necesitados y la urgencia de poner en marcha un maratónico esfuerzo del sector público y privado para recuperar los empleos ya perdidos por causa de la pandemia.
No sorprende que aquellos republicanos que criticaron abiertamente a Trump por sus palabras subidas de tono y el ataque al Congreso se muestren ahora más permisivos y tolerantes. No es una casualidad de la vida.
La figura de Trump, lejos de perder fuerza, se ha hecho más protagónica que nunca al interior de las filas de su partido. Una reciente encuesta de la Universidad Quinnipiac halló que el 75% de los republicanos quiere que Trump continúe desempeñando un papel destacado. Otro sondeo, esta vez de Morning Consult, mostró que Trump tiene una gran ventaja sobre otros posibles rivales republicanos. En el marco de un hipotético enfrentamiento por la candidatura presidencial del 2024, al menos un 54% dijo que lo apoyaría en una primaria republicana.
Trump pisa fuerte y con la astucia de un estratega de imagen se lo hace saber a su gente; es decir, directo y sin escalas. Incluso sin poder usar su cuenta de Twitter, Trump sigue enviando comunicados desde su oficina de prensa diciendo que ha sido el único presidente en la historia (y en funciones) que ha recibido cerca de 75 millones de votos.
La absolución de Trump en su segundo juicio político en el senado de Estados Unidos fue la última oportunidad de los demócratas para deshacerse de la posibilidad de verlo nuevamente en una boleta electoral. Pero ha sido también un retroceso para los republicanos y su partido al abandonar el camino de la tolerancia e independencia de ideas. Todo para ganar la simpatía y la fidelidad de sus votantes sin tener que desafiar a su jefe supremo.