Las palabras son de Nina Simone. Ana Estrada las usó en una entrevista hace unos días para describir cómo se siente que el Poder Judicial haya reconocido su derecho a una muerte digna. No es para menos. ¿Cómo se sentiría usted si le dijeran que las riendas de su vida las controlará otro? ¿Que, llegado el momento, la piel que habita no será más suya? ¿Que el cuerpo que hoy le cobija será su peor enemigo? O que el último capítulo de su vida será una fuente de agonías. El miedo no es, como algunos creen, de cobardes. Es simplemente humano. Ana, que ha vivido en una UCI el miedo en carne propia, no quiere volver a enfrentarlo. Valiente es quien desafía al Estado para recuperar lo que es únicamente de uno: la vida, dignidad y libertad. De ahí, su lucha por una vida en la que pueda decir “hasta aquí no más”.
En un hecho sin precedentes, la justicia de nuestro país despenalizó la eutanasia para su caso y ratificó que el pedido de Ana no es un capricho, sino el ejercicio del derecho fundamental a la vida digna y, “consecuentemente, a una muerte digna”. Con argumentos que transitan desde el derecho a la bioética y la filosofía, el juez le ha recordado a Ana que el Estado debe respetar su “acto de rebeldía frente a la ley”, y proteger su dignidad, que es también autonomía, hasta el último de sus días.
Aunque la demanda de amparo ha sido declarada fundada en casi todos sus extremos, salvo en el que pide extender los efectos del protocolo de eutanasia a casos similares, para Ana la victoria es íntegra. Es cierto que el fallo es de primera instancia y que puede ser apelado en los siguientes días. Pero ahora que la justicia nos ha devuelto la esperanza en ella, confío en que los procuradores dejarán consentir el fallo. Como representantes del Estado, es absurdo impugnar una sentencia histórica que no hace más que valer los derechos humanos que está obligado a garantizar. Hasta los mismos titulares de Salud y Justicia han salido a respaldarla. No disfracen de autonomía lo que no es más que una arbitrariedad.
La pandemia nos ha obligado a verle los ojos a la muerte sin estar preparados para ella. Nos ha enseñado lo frágil que es la vida, empujándonos a pensar más que nunca en ella. A reconsiderar los linderos que la definen y a entender que, más que biología, ha de ser biografía; y que no hay ser más autorizado que uno para escribirla. Hemos aprendido a odiar la incertidumbre del mañana, rogando a diario algo de seguridad. Por eso, si nos la ofrecieran, no dudaríamos en tomarla. Eso es lo que busca Ana: seguridad de que será ella quien cortará sus propias cadenas cuando decida volar. Ni ella ni nadie puede rehuirle a la muerte, pero sí decidir no sufrir cuando llegue el momento de encararla.
* La autora forma parte del equipo de la Defensoría del Pueblo que defendió el caso de Ana Estrada.