Más virtual que presencial, el espectáculo del fútbol entrará, como la vida misma, en una era de cambios radicales que modificará la configuración del juego tal como lo conocemos. En medio de rigurosos protocolos de salubridad, los estadios se mostrarán semivacíos por un buen tiempo. Las tribunas tendrán menos color. El espectáculo en la cancha tampoco será lo mismo. Ya dijo César Luis Menotti, el técnico campeón del mundo en Argentina 78, que jugar sin público es como si Chabuca Granda cantase en un teatro vacío. Los futbolistas, pues, tendrán que encontrar nuevas fuentes de inspiración para combatir la indiferencia del silencio. Es difícil hacerlo cuando se está acostumbrado a cobrar por el aplauso.
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El golpe más significativo, aunque a la vez el más banal, afectará las arcas de los clubes, de los poderosos y mucho más de los pobres. Los ingresos disminuirán, lo que genera un riesgo potencial de quiebras y desapariciones en todo el mundo.
Sin embargo, esta puede ser una oportunidad única para humanizar más una competencia que en la cancha ha sido menos democrática con el pasar de los años. Las brechas entre los equipos son más abismales y las gestas deportivas se reducen a pequeños accidentes de la naturaleza, como el Leicester en la millonaria Premier League 2015-16 o el Deportivo Binacional en nuestro bien amado Descentralizado 2019. Estos triunfos aleatorios son más espaciados.
En la Champions League, por ejemplo, habría que remontarse hasta la temporada 2003-04 para hablar de un vencedor inesperado: el Porto de José Mourinho. O retroceder hasta el 1990-91 para hablar de la épica campaña del Estrella Roja de Belgrado. Antes de los 80 había más lugar para sorpresas porque los clubes más pequeños tenían incluso más derecho para soñar; las diferencias económicas entre los equipos no eran tan exageradas como hoy.
El dinero ha generado una concentración de calidad en las privilegiadas instituciones que gozan de una salud económica y popularidad importante, es un efecto amplificador de diferencias. La disparidad financiera hace más grandes a los ricos y más débiles a los humildes. Así, la imprevisibilidad de los resultados es casi una utopía. Los últimos años confirman esta tendencia en donde la gloria no es para todos. Es la sencilla ecuación, es la ley del mercado, justificaría la mayoría. Y es verdad. Así está configurado hoy el fútbol. Por ello esta pandemia genera una gran oportunidad para desinflar la enorme burbuja creada por los grotescos millones de plutócratas que invierten en un pasatiempo para no aburrirse. Sincerar los costos, bajar los niveles de frivolidad en cada transferencia podría generar un negocio más sensato, competitivo y solidario también, de más fácil acceso para el hincha que finalmente es el que paga las consecuencias de los estrambóticos pases de más 100 millones de euros con incrementos en entradas, costo de camisetas o pagos extras para ver los partidos por cable.
El coronavirus puede ser una buena excusa para regular los gastos innecesarios en un fútbol que perdió gran parte de su esencia amateur para ser solo un negocio hipercapitalista y brutalmente codicioso. La belleza del fútbol está implícita en el juego mismo, no necesita de más millones para generar más pasión. La vida no volverá a ser la misma. El fútbol tampoco tiene por qué volver a ser la misma máquina que solo le importa hacer dinero.
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