De niño conocí por la escuela y los monumentos de las calles la gesta de nuestra independencia. Hasta 1820, todas las conspiraciones y rebeliones fueron derrotadas. En adelante, el arribo de los ejércitos de San Martín, primero, y Bolívar, después, fueron el empujón que bajo estos cielos necesitaba la lucha por la libertad. Para entonces, la llegada de tales fuerzas fue para mí una muestra de la hermandad latinoamericana en aquellos tiempos revueltos. Pero al llegar a la universidad conocí la tesis de la independencia concedida. Esta fue presentada en plenas efemérides del Sesquicentenario (los 150 años) de la independencia en un artículo del historiador peruano Heraclio Bonilla y su colega norteamericana Karen Spalding. Este debe haber sido el artículo más debatido de nuestra historia académica. En síntesis, señalaba que el Perú no luchó por su independencia, sino que esta le fue concedida por los ejércitos provenientes del sur y del norte con el fin de asegurar la libertad de sus respectivos países.
La ausencia de una clase dirigente convencida de la conveniencia de la soberanía del país, pero también la carencia de un sentimiento nacional entre la plebe indígena y mestiza explicarían el hecho de que en el Perú no hubiese habido Juntas de Gobierno que anunciasen deseos de libertad, ni un líder local capaz de dirigir una lucha victoriosa por la independencia.
A comienzos de los años setenta vivíamos aún la era del nacionalismo. De hecho, en el Perú de entonces gobernaban las Fuerzas Armadas, guardianes de la defensa nacional y verdaderos heraldos de dicho sentimiento, por lo que la tesis de la independencia concedida trajo un verdadero revuelo. Más todavía, porque, tal como fue argumentada, servía para explicar no solo la tardanza de nuestra emancipación y la falta de líderes propios en esa gesta, sino el fracaso de la guerra del salitre y la gravedad de nuestro subdesarrollo económico y social. Tras el retiro de los ejércitos libertadores se produjo un grave vacío político que dio paso a una época de anarquía en el gobierno, a la vez que la falta de una élite penetrada de los valores republicanos retardó la aplicación de medidas que descolonizasen la economía y la estructura social e integrasen a los indios y a la población rural a la vida nacional. Como, por ejemplo, podrían haber sido la libertad de comercio, la descentralización del gobierno y la masificación de la educación básica.
¿Qué queda hoy, en el bicentenario, de dicha tesis? ¿Sigue vigente como hace unas décadas? La reacción del gobierno a dicha interpretación, llamémosle descarnada de nuestra historia, fue resaltar la figura de Túpac Amaru como un precursor de nuestra independencia. Ello no solo nos brindaba una figura peruana, sino además indígena y bastante precoz, porque se habría adelantado por varios decenios a los San Martín y Bolívar de otros lares. La profesionalización de la historia, por su parte, que comenzó aproximadamente por esas fechas, ayudó a un estudio más documentado y comparativo del proceso emancipador. Conocimos las distintas variantes y formas de gestación del nacionalismo, así como las maneras diversas y a veces inesperadas de cómo se van formando las ideas políticas entre la gente. Si el Perú de 1809-1810, que fue el momento cuando en otras partes de América Latina inició la gesta libertadora, parecía conforme con su pertenencia al imperio Borbón, la práctica a partir de ese momento, de las elecciones para elegir a los diputados a las Cortes y a los miembros de los Cabildos constitucionales, del debate político permitido por la libertad de imprenta, y la experiencia de los hombres de la plebe de ser movilizados como soldados para combatir a los focos rebeldes en el sur y en el norte, transformaron la cultura política de los peruanos, volviéndolos permeables a las nuevas ideas.
Ello no quitaba que el Perú fuese el país al que económicamente menos le acomodaba la independencia. Su aislamiento geográfico respecto de Europa y la hegemonía del grupo peninsular entre su empresariado permitían avizorar el enorme costo que en ese terreno tendría una ruptura con el imperio español. Esto explicó las dudas de la élite y su inclinación en la hora final por posturas más moderadas, como la de la monarquía constitucional o la figura de una soberanía progresiva y tutelada, que fue la fórmula brasileña. Era la hora de los radicalismos, por lo que la defensa de dichas fórmulas pasó por traición, como en los casos de Riva Agüero y Torre Tagle.
Como lo han afirmado varios historiadores, los peruanos fuimos al final quienes más sufrimos por la independencia. Porque, por ser los últimos y por ser la sede del virreinato más antiguo y emblemático, nos tocó pagar la factura: aquí llegaron los ejércitos del sur y del norte a cobrar el botín económico de la independencia, así como pelear dos veces: la primera del lado del virrey y la segunda del lado de la libertad.