Hace casi un año, comentaba en esta misma columna cómo la indefinición de los partidos políticos de “centro” en el Perú favorecía a las posiciones extremistas.
El diagnóstico no estaba errado y, unos meses después, los peruanos acudíamos a las urnas con ganas de ponernos una triple mascarilla, resignados a discernir el mal menor entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori.
“Cuando una sociedad pierde su centro, la política deja de existir en ella”, alertaba Felipe Ortiz de Zevallos en una reciente entrevista publicada en este Diario, como quien enciende una llama de encuentro en la que puedan cobijarse las tribus que se aíslan en sus fronteras. Pero reparaba también con acierto el politólogo Omar Awapara que en el Perú “hay un centro ideológico líquido que es difícil de asir”.
Precisamente, ese amorfismo céntrico puede explicar por qué las opciones políticas más moderadas palidecen en popularidad frente a las alternativas más exageradas.
Basta con estudiar las actitudes de las bancadas “bisagras” de nuestro actual Congreso para confirmar que en el medio político hay más dudas que certezas. ¿Alguien sabe, por ejemplo, qué ideas concretas defiende Acción Popular? ¿Cuáles son los “caballos de batalla” de Alianza para el Progreso? Antes que una lampa o una letra ‘A’, el comodín y el camaleón deberían ser los emblemas partidarios de aquellas bancadas que simplemente se amoldan a lo que la conveniencia coyuntural les dicta.
Algo similar ocurre con el partido que pregona representar el “centro republicano”. El recientemente publicado “Manifiesto Morado” es apenas una oda a la generalidad. Más allá de sus buenas intenciones, recitar lugares comunes como “la verdad es tu aliada”, “se defienden las causas justas” y “a la política se aporta con talentos” es una apuesta segura en el tránsito hacia la irrelevancia.
“Primero debemos definir quiénes somos y qué representamos. Luego veremos quiénes están de nuestro lado y quiénes no”, decía Birgitte Nyborg, exlideresa del Partido Moderado, en un capítulo de Borgen, para los fanáticos de las series políticas.
Con un centro político que no tiene bandera, ni siquiera asta, terminan por triunfar las candidaturas extremistas porque, cuando menos, los electores saben a qué juegan. “Pintan la cancha”, en términos futbolísticos. No es complicado identificar a nuestra izquierda peruana por sus marcadas posturas antiempresa y antiminera, que enfrentan al trabajador y el empleador como si se tratara de un juego de suma cero. Y en la esquina opuesta, hallamos a una derecha más preocupada por denostar a la izquierda que por proponer algo. Y en esa cantaleta, terminan en un conservadurismo antiderechos y un supuesto “anticomunismo” de la boca para afuera porque no aportan ninguna solución promercado.
Más fácil les resulta a la extrema izquierda y a la extrema derecha confundirse en un abrazo que dialogar con los partidos de centro. Tomemos como ejemplo la narrativa antimigratoria: el ‘show’ inhumano del gobierno de Pedro Castillo de expulsar a ciudadanos venezolanos de hace unas semanas vino acompañado por un silencio cómplice de los principales “líderes” de oposición, Keiko Fujimori y Rafael López Aliaga.
Mucho se reclama que las posiciones radicales ganan atención simplemente porque gritan más fuerte. Y algo de razón tienen aquellas quejas y algo de responsabilidad tenemos la sociedad civil y los medios de comunicación al no exigir de la clase política mayor definición en sus posturas y más coherencia en sus votaciones. Pero no es que el centro político peruano haya sido “cancelado” por los fundamentalistas bulliciosos, sino que ha quedado vacío por su propia indefinición.