El Congreso cayó en el ardid del primer ministro Guido Bellido y dio la confianza. Un engaño hábilmente realizado: en su presentación no mencionó el tema de la asamblea constituyente, entendiéndose que el Gobierno ya no insistía en ella. Pero en su intervención final, cuando AP y APP ya habían adelantado que darían la confianza, reveló que buscaba el voto de investidura, en buena cuenta, para cambiar la Constitución de 1993. Y como astutamente se pidió votar inmediatamente, no hubo debate y nadie reaccionó.
Con lo cual, no funcionará el plan económico del ministro Pedro Francke, que confía más en programas sociales recargados y en la distribución de bonos, que en una reactivación franca de la inversión privada, para aliviar la falta de empleo e ingresos de la población. Pues sin una economía en acelerado crecimiento, no será posible financiar esa multiplicación del gasto.
Y no habrá dinamismo en la inversión al insistir el Gobierno en la asamblea constituyente; un vehículo de concentración del poder político y económico, y gran generadora de incertidumbre. La oposición debe enmendar su irresponsable negligencia negando las facultades legislativas solicitadas si es que el Gobierno no renuncia a impulsar este proyecto.
La incertidumbre no cesará, además, mientras se siga viendo a Vladimir Cerrón dominando las decisiones del presidente Pedro Castillo y mientras subsista un Gabinete mayoritariamente descalificado. Mantenerla y entregar bonos a la población para paliar el alza de los precios que esa misma incertidumbre genera es un despropósito que solo tiene sentido como estrategia para generar una base socialdependiente y agradecida. Es el pérfido mecanismo que usó la dictadura venezolana. Más aun cuando, imitando a Nicolás Maduro, Guido Bellido y el presidente Castillo acusan a los “monopolios” de ser los causantes de la subida de precios.
Pero con esa política perversa el Gobierno solo logrará perpetuar la pobreza y disminuir la capacidad de la población de salir adelante por sus propios medios, una manera de sobornar y degradar la fuerza emergente del pueblo peruano y minar la voluntad de autosuperación. Algo indigno, que incluso agravará las desigualdades.
En efecto, el primer ministro calificó de tragedia indignante contra la dignidad laboral de los peruanos que la informalidad laboral ascienda al 74,3%. ¡Basta ya!, dijo, y acusó a la “clase política privilegiada” de ser la causante de esta “falla histórica”. Pero las soluciones que anunció no harán sino agravar la informalidad –es decir, la desigualdad, la exclusión–, porque incrementarán los costos de la formalidad laboral. Una segunda traición a los emprendedores emergentes del Perú y una decidida incorporación de los gobernantes en la clase política (y laboral) privilegiada.
El presidente Castillo, en lugar de seguir rindiendo pleitesía a ideas y personas desintegradoras, podría seguir otra de las líneas que propuso el ‘premier’: un pacto social en las zonas mineras que incluya una presencia efectiva del Estado y de la empresa que ayude a reducir los conflictos sociales, facilite la inversión y tecnifique el agro (la llamada segunda reforma agraria). El presidente podría llevar personalmente las tecnologías de riego por aspersión, pastos cultivados y otras a las familias campesinas, de comunidad en comunidad. Y convertir a “Juntos” en “Juntos Productivo”, para distribuir capacidades tecnológicas en lugar de cada vez más dinero. Lideraría así una revolución de la productividad campesina que sería la verdadera reivindicación histórica de los pueblos andinos, potenciando su capacidad autónoma, no su dependencia del Estado.
Y si por esos medios conseguimos de paso mucha más inversión minera, el Estado tendría recursos para mejorar la salud, la educación y la infraestructura nacional. Castillo pasaría a la historia como el presidente que hizo posible el gran salto nacional y la integración social de los peruanos, no como el que hundió al país en la miseria mendicante.