Tenía el presentimiento que se acercaría en algún momento. Gente cercana y conocida ha comenzado a enfermarse seriamente o fallecer de COVID-19. Desde hace unos meses siento que el cerco alrededor de mi burbuja se está achicando a un paso galopante.
Busco esperanza en las vacunas, pero dura muy poco tiempo. Trato de inscribirme en Essalud, pero mi “vigencia de atención no está actualizada”, a pesar de que entregué 4,5% de mi fondo de pensión y que mi empleador sigue cotizando. Con paciencia, la asistente social de la empresa soluciona mi problema, pero aún no puedo actualizar mis datos e inscribirme para la vacuna.
Tengo EPS y pienso: “mejor me inscribo en la nueva lista de las aseguradoras privadas”. Sin duda deberá ser más eficiente porque medio mundo –candidatos, Lampadia, Confiep– dicen que es así. Entusiasmado empiezo a registrarme y me dice que no puedo porque estoy asegurado por Essalud. Y pienso: ¿cómo se puede tener EPS y no estar en Essalud? Suspiro. No entiendo por qué no avanzamos hacia un registro único de salud.
Al mismo tiempo, un buen grupo de candidatos está en contra del confinamiento en la Semana Santa. Keiko Fujimori dice que es privar “a todos los católicos y cristianos de vivir” su fe. Mientras que para Rafael López Aliaga esta medida la tomó el presidente Sagasti porque es “ateo” y quiere cerrar las iglesias. Me hace acordar cómo se protegían de las epidemias antes de la ciencia, llenando las iglesias y las procesiones de fieles con plegarias contra el flagelo. Ayudaban así a que el virus liberara más almas.
Cambio de canal. Hordas celebrando el ‘spring break’ en Estados Unidos. Toque de queda en Miami Beach. Epidemia de “fiestas de la muerte” en Brasil, epicentro mundial del maldito virus. Justo los dos países con más fallecidos y –quizás– más personas inconscientes en cuya cabeza solo reconocen un derecho sagrado: no usar mascarillas.
Converso con una amiga y le pregunto cómo le va a su hijo. Me preocupan los jóvenes en pandemia. Mis propios hijos tienen 20 y 24 años. Según las proyecciones, ellos pasarán el 40% de su educación universitaria en línea, harán sus prácticas en virtualidad, no debatirán en una asamblea, ni abrazarán a amigos y enamoradas por largas temporadas.
Mi amiga me contesta que su hijo dice que practica el desapego. Que la vida es un breve instante y no tiene sentido aferrarse a nada. Quizás exageró para ser efectista, pero el joven tiene algo de razón.
Soy de una de las generaciones que se apegó mucho a las grandes narrativas de cambio que tenían como eje central a la nación. Algunos lo hacían desde la religión, otros desde la política (derecha o izquierda) y otros más con el arte o la cátedra. Nos empapábamos de la noción de justicia y una sociedad donde primaban derechos y no privilegios. Mirando hacia atrás logramos muchas cosas, eso sí.
Pero esa vivencia del pasado no la tienen muchos jóvenes. Hoy en día se vive un presente continuo en el cual los medios se esmeran en mostrar el fracaso de la justicia y el imperio de la prepotencia. Siempre en vitrina encontramos el debilitamiento de las instituciones democráticas, la profanación de las religiones por intereses económicos y mercaderes del odio, el desprecio al diferente, la violencia contra la mujer, el desdén hacia el medio ambiente. Un mensaje permanente hace hincapié en el fracaso de los proyectos colectivos. En cambio, escuchamos una oda permanente a la vigencia del proyecto personal-individualista y el ¡sálvese quien pueda!
¿De qué nos agarramos? ¿Hay esperanza alguna?
Creo que la mayoría de los jóvenes sigue apegado a sus familias y amistades. Por lo menos es lo que nos dicen todas las encuestas. Sí, pues, lo cercano –a pesar de tener sus propias debilidades– sigue siendo lo más estable en este mundo incierto. Lo que debe quedar en claro a nuestras jóvenes generaciones es que el bienestar de lo cercano sigue dependiendo, más que nunca, de un país y mundo más justo. Como muestra solo tienen que pensar en la vacunación y cómo las salidas individuales no son la solución.