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Hay algunos lugares comunes sobre el sistema económico y político que, de un tiempo a esta parte, han logrado posicionarse en el debate público como verdades universales innegables. Uno de ellos va algo así: “es cierto que el Perú ha crecido económicamente, pero lo ha hecho a costa de un modelo que promueve la informalidad, la desigualdad y un Estado reducido a su mínima expresión”. Palabras más, palabras menos, alguna versión de esta idea es repetida incluso entre varios de quienes usualmente defienden las reformas de apertura económica.
Pero la realidad, como siempre, es un poco más compleja. Lo más importante es que esta visión pasa por alto el estado “natural” de la economía y, especialmente, el punto de partida del Perú. Desde el comienzo de los tiempos, lo que hoy conocemos como informalidad y pobreza fue simplemente la manera en que vivían y trabajaban la gran mayoría de la población global. Hasta hace dos siglos, 8 de cada 10 personas en el mundo vivían debajo de la línea de pobreza de US$1,90 por día. Hoy el número está más cerca de 1 de cada 10. Hasta hace algo más de un siglo, el concepto de “formalidad”, como lo conocemos hoy, tampoco hacía mayor sentido. Las estructuras productivas actuales y el Estado moderno –con rol de protección social– casi no existían. En países como el nuestro, no era necesario, pues, promover la pobreza, la desigualdad o la informalidad con ningún modelo económico: estos problemas ya estaban ahí desde siempre. Lo necesario era combatirlos.
Los más recatados dirán que la expresión aludida en el primer párrafo no hace referencia al sistema económico actual como la causa principal de la informalidad y demás problemas institucionales. Dirán, pudorosos, que la frase tan solo quiere hacer notar que el crecimiento económico no mejoró los indicadores de desprotección ni la capacidad del Estado para corregirlos. Sus compañeros más precipitados irán mucho más allá para indicar que esto no se trata de un subproducto o de un inocente olvido, sino que el sistema económico de las últimas tres décadas tiene como eje central la debilidad del Estado y las instituciones de protección a los trabajadores y sus familias. Es su modo intrínseco de operación.
Lo que se olvida con facilidad –o por conveniencia– es que el Estado Peruano más débil y con los mayores niveles de desprotección tuvo lugar a finales de los 80, no hoy. En 1989, los ingresos corrientes del gobierno llegaban apenas al 9,3% del PBI. En el 2021, con un PBI tres veces más grande, llegaron al 21% del producto. Por su parte, la informalidad productiva era aproximadamente la mitad del PBI a inicios de los 90; ahora está más cerca del 20%. En cuanto a la desigualdad, la información del Banco Mundial sugiere que esta era mucho más marcada a mediados de los 90 y desde entonces se fue reduciendo. De hecho, el Perú ha sido de los países que más rápido redujo sus indicadores de desigualdad en la región en los últimos 20 años.
Así, ni todo pasado (institucional) fue mejor, ni el crecimiento económico puede ser usado como excusa para las fallas que están en otro lado. En los servicios públicos en los que se ha avanzado poco o incluso ha habido una degradación –como, por ejemplo, en la educación pública– la responsabilidad es principalmente de los sucesivos gobiernos. Lo mismo en la salud pública, cuyo presupuesto se ha duplicado en la última década. En campos como el laboral, no deja de ser paradójico que quienes más denuncian la extendida y perniciosa informalidad (y culpan al “modelo económico” por ella) son a la vez los mismos que se han opuesto, por décadas, a cualquier reforma de liberalización que ayude a reducirla. Y así sucesivamente.
Dicho de otro modo, si ha habido crecimiento económico que se tradujo en menos pobreza y mejores condiciones de vida para la mayoría, este se dio a pesar de la disfuncionalidad política e institucional, no gracias a esta. Nos queda solo imaginar qué hubiese sido del Perú si la política hubiese mejorado al mismo ritmo que la economía.