Con lo que se conoce, la principal responsable por los derrames que visten de luto decenas de playas al norte de la capital sería la empresa Repsol. Y es evidente que tendrá que enfrentar las consecuencias de sus acciones (o falta de). Muchas compañías, además, harían bien en tomar medidas para que, ante casos como este, no reaccionen con la torpeza e indolencia que esta ha desplegado.
Pero las desgracias son momentos ideales para que diversos actores busquen –con gusto– llevar agua contaminada para su molino. Para los que se oponen a la libre iniciativa privada, por ejemplo, lo ocurrido ha propiciado otro derrame, esta vez ideológico.
Así, un excandidato al Congreso publicó un tuit la semana pasada en el que citaba a Marx junto a la imagen de un ave cubierta de crudo: “El capitalismo tiende a destruir sus dos fuentes de riqueza: la naturaleza y los seres humanos”. Asimismo, algunos llevaron pancartas al lugar para reclamar el cambio de la Constitución.
Estas posiciones apuntan hacia un solo lado: el capitalismo y la libre iniciativa privada (respaldada por la Constitución) tienen como consecuencia inevitable tragedias como la protagonizada por Repsol. Ahí donde las condiciones son distintas, donde los medios de producción están en manos del Estado, este tipo de crisis, se asume, simplemente no deberían ocurrir. Pero esta es una fantasía.
Sin ir muy lejos, si alguien tiene un largo prontuario por derrames de petróleo es la empresa estatal Petro-Perú. Solo la semana pasada, la comunidad indígena Nueva Alianza en Loreto pidió que se interviniese en un evento de estas características (intencional, según la institución) en el Oleoducto Norperuano. En el 2018, por otro lado, el OEFA multó por S/49 millones a la compañía por el derrame de un total de 4.418 barriles en el Oleoducto Norperuano, en las zonas de Chiriaco (Amazonas) y Morona (Loreto) en el 2016. Y esto se ha hecho bastante común.
En general, la puesta en práctica de modelos opuestos al capitalismo no ha servido para proteger el medio ambiente y un vistazo a algunas tragedias ocurridas bajo regímenes comunistas ayuda a despejar el mito. Véase lo sucedido con la planta nuclear de Chernobyl, cuyo estallido (1986) y efectos fueron maquillados y escondidos por la Unión Soviética por mucho tiempo. La OMS estima que miles han muerto como consecuencia de la radiación a lo largo de los años y en múltiples países. También viene a la memoria el “Gran salto adelante” de Mao y, en particular, su lucha contra las “cuatro plagas”. La política anti-gorriones (considerados plaga), por la que los ciudadanos tenían que espantar a estas aves con ollas, destruir sus nidos y matar a sus crías, fue tan “exitosa” como perjudicial. La población de langostas (depredadas por los gorriones) aumentó y estas atacaron los cultivos… El desbalance ecológico fue parcialmente responsable por la hambruna que mató a alrededor de 40 millones de personas en China entre 1958 y 1962.
Y no podemos olvidar a Venezuela, víctima del socialismo del siglo XXI desde 1999. Según datos recogidos por el politólogo Javier Corrales en “The New York Times”, el colapso de la empresa estatal PDVSA supuso que sus estándares se redujesen y “el país produjo 46.820 derrames tóxicos entre el 2010 y el 2018, que vertieron un total de 856.000 barriles de petróleo al medioambiente”.
¿Librarnos del capitalismo y la Constitución nos evitará emergencias medioambientales como la que vivimos? No. De hecho, no podemos prescindir del capitalismo si lo que queremos es enfrentar el cambio climático. La producción de riqueza es clave: para costear políticas que protejan el ambiente, para formar el conocimiento científico y académico que hoy nos permite entender qué nos amenaza, para motivar la innovación y hasta para financiar el activismo (las ONG ambientalistas no sobreviven a punta de fotosíntesis). Asimismo, el aumento de los estándares de vida en el mundo a lo largo de las últimas décadas ha supuesto que demandemos más de los productos que compramos y de las empresas que los producen. Y eso debe ocurrir con Repsol.