Diariamente somos testigos del continuo deterioro de la función pública en nuestro país. Sin ninguna sorpresa, presenciamos el nombramiento de personas sin preparación en cargos de alta importancia y el continuo cambio de ministros, que imposibilita la ejecución de políticas consistentes (de hecho, acabamos de lograr el récord de 80 ministros y 98 viceministros designados en solo 16 meses de gestión). Sin embargo, ¿qué significa este desmantelamiento estatal para nosotros los ciudadanos? O, puesto de otra manera, ¿cómo esto nos afecta, en especial a los peruanos más vulnerables?
Para muchos, este problema es lejano y no tiene consecuencias directas sobre nuestras vidas. Para darnos una mejor idea, veamos un caso concreto vinculado con los enormes desafíos sociales acrecentados por la pandemia. Concentrémonos, por ejemplo, en la problemática educativa. Aquel problema que atañe precisamente a tus hijos. De esta manera, quizás podemos entender a cabalidad el profundo y duradero impacto que esta situación puede tener en el bienestar de los menos favorecidos de la sociedad. Y es que, cómo superar enormes desafíos como este debería acaparar nuestra atención, pero hoy está ausente de todo debate público.
Los políticos tienden a llenar sus discursos con frases cliché de que los niños son el futuro del Perú. No obstante, hoy vivimos la mayor crisis educativa de este siglo, que sin duda ha ampliado aún más las agudas brechas de nuestro sistema de educación. Y eso no parece ser importante. Partamos del hecho de que nuestro sistema educativo ya era muy desigual antes de la pandemia. En promedio, en el 2019, se reportaba que solo el 37,6% de estudiantes de segundo de primaria tenía un nivel satisfactorio en comprensión lectora. Pero esto en zonas rurales era de solo el 16,7%, comparado con el 39,8% de zonas urbanas; y en niveles socioeconómicos muy bajos era del 25,6%, cuando en niveles altos era del 60,7%. El prolongado cierre de las clases solo puede haber empeorado los deficientes resultados y ampliado dichas brechas.
Recuerden aquí que, según estimaciones del Ministerio de Educación (Minedu), más de 111 mil colegios mantuvieron sus puertas cerradas durante todo el 2020 y el 2021, un período de cierre mayor al experimentado en otros países y que parece estar más asociado a un esfuerzo por contentar a los sindicatos magisteriales que al bienestar de los estudiantes. Junto con esto, se estima que, solo en el 2020, más de 400 mil alumnos dejaron de asistir a clases a raíz de la pandemia. Como pueden imaginarse, todo esto representa un enorme retroceso en los aprendizajes de nuestros niños. Según el Banco Mundial, la pobreza de aprendizajes se incrementaría del 53% al 70% en países como el Perú, lo que luego se traducirá en peores resultados de estos niños en el mercado laboral (las estimaciones de mi colega de la Universidad del Pacífico, Pablo Lavado, señalan que cada estudiante perdería cerca de S/79.000 durante su vida laboral). Estas cifras deberían generar suficientes alarmas para ponernos manos a la acción.
Sin embargo, hacia finales del 2022, ni siquiera tenemos un diagnóstico correcto de la situación. De momento, la única información actualizada disponible sobre el nivel de los aprendizajes de los estudiantes entre el 2020 y el 2022 es aquella obtenida por el Estudio Virtual de Aprendizajes EVA 2021, cuyos resultados no son representativos de toda la población escolar, pues solo participaron estudiantes con acceso a Internet y dispositivos electrónicos. Aun cuando es insuficiente, este estudio ya muestra un enorme deterioro en los aprendizajes de los estudiantes peruanos, tanto en lectura como en matemáticas.
Recién en este mes de noviembre, el Minedu ha desarrollado una evaluación estudiantil para una muestra de escuelas que nos permitirá saber cuánto se ha retrocedido de manera general. Sin embargo, aun cuando esta evaluación representa un avance, tiene dos problemas fundamentales. Para empezar, los resultados recién los tendremos en marzo, lo que no nos dará suficiente tiempo para planificar ciertas acciones en el próximo año escolar. Y, segundo, al ser una prueba muestral que podrá brindarnos resultados generales, no nos permitirá tener información actualizada de los resultados de cada escuela, lo que nos impedirá focalizar y tomar decisiones a nivel de colegio. Para los docentes, que hacen sus mejores esfuerzos por mejorar la situación, no contar con información dificulta su labor.
A esto debemos agregar un retraso en los planes para buscar cerrar las brechas de aprendizaje. Así, mientras países vecinos como Chile y Ecuador lanzaron sus planes de refuerzo educativo para remediar las pérdidas de aprendizaje de sus estudiantes en agosto del 2021, nosotros recién lo hicimos en abril de este año con un presupuesto de S/35 millones para más de 2.500 instituciones educativas.
Más allá de buscar culpables, debemos enfocarnos como sociedad en resolver este problema que, silencioso, golpea de manera diferenciada y duradera a nuestros niños. Los rezagos de esta crisis –y de lo que hagamos o dejemos de hacer– los acompañarán hasta el último de sus días.