El mayor problema común de cada turno presidencial en el Perú no es esta o aquella identidad del régimen, esta o aquella complejidad de objetivos y tareas de gobierno, o esta o aquella oposición vista como adversaria o enemiga.
PARA SUSCRIPTORES: Incapacidad intermitente
El mayor problema común de cada turno presidencial es no saber qué hacer con el poder ni con aquellos que buscan usarlo desde dentro.
El Perú parece haber llegado al límite de tener que rediseñar el poder presidencial si no quiere que este siga siendo por los siguientes 200 años lo que ha sido hasta hoy: una fuente histórica de ineptitud, desgobierno, corrupción, inestabilidad, conspiración, desconfianza, usurpación de funciones, deslealtades y traiciones.
La suma de todo ello lo ha hecho ineficaz en su verticalidad y casi inexistente en su horizontalidad. Y su carencia de una estructura orgánica y funcional propia lo ha llevado muchas veces a encarnar a caudillos solitarios y vulnerables, dispuestos a concluir sus días más como villanos que como héroes, en la paz y en la guerra.
Claro que hemos tenido momentos y protagonismos excepcionales a lo largo de la historia que lograron sortear los vacíos y defectos estructurales y de contrapeso del poder presidencial para convertirlo en un destello esperanzador de gobernabilidad y confianza.
Aún vivimos de algunos de los rezagos de aquello.
Ahora, hemos llegado al vértice en el que podríamos decir que la presidencia se ha vuelto, en mis palabras, más ficticia que nunca, y el Estado, en palabras de Carmen McEvoy, más demencial que nunca.
Algo extraordinario tiene que pasar para que la presidencia adquiera dignidad, respeto, solvencia, autoridad, solidez, legitimidad y, por qué no, grandeza. Su propensión al autoritarismo, a las corruptelas y al clientelismo palaciego, ha debilitado y casi disuelto su otra investidura: la de la jefatura del Estado.
Lamentablemente, las reformas políticas, de iniciativa unilateral y de objetivos periféricos, no han alcanzado a tocar los vacíos y defectos estructurales de los poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Solo se han limitado a promover y blandir palos de ciego desde un poder contra otro antes que usar mecanismos racionales y consensuados para corregirlos, mejorarlos y perfeccionarlos.
Es evidente tal fragilidad y tal laxitud al interior y exterior de los poderes del Estado, que ‘pericos’ y ‘pericas’ de los Palotes terminan cogobernando o ejerciendo facultades impropias en el Ejecutivo (los casos de Vladimiro Montesinos con Alberto Fujimori, Nadine Heredia con Ollanta Humala y ahora un par de secretarias con Martín Vizcarra, ilustran el problema); que una figura como la disolución del Congreso resulta aplicada inconstitucionalmente porque el poder presidencial así lo quiere y no porque haya indiscutibles razones de Estado; y que otra figura, igualmente constitucional, como la vacancia presidencial, sea una permanente espada de Damocles sobre la cabeza del mandatario de turno, aplicable, por supuesto, cada vez que una mayoría congresal busque, por ‘quítame estas pajas’, derrocar y capturar el Ejecutivo.
La misma extrema fragilidad y laxitud se traslada al Ministerio Público y al Poder Judicial, al punto de que la judicialización de la política y la politización de la justicia son la comidilla del día. La determinación del grado de poder y de exceso de poder de ambos organismos no está debidamente regulada ni controlada, de modo que un fiscal puede –en la práctica– decidir la culpabilidad de una persona antes de ser juzgada, como un juez puede estar pintado en la pared a la hora en la que un derecho constitucional como la presunción de inocencia sirve de alfombra para limpiarse los pies.
Las figuras de la disolución del Congreso y de la vacancia presidencial atentan contra la esencia misma de la delegación democrática de poder en las urnas, de la misma manera que el estado de derecho es sacado de curso cuando nuestras garantías fiscales, judiciales y constitucionales tuercen groseramente sus principios, doctrinas y equilibrios.
El poder presidencial acaba por oscurecerse y enredarse en el ámbito de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM). Esta no es lo que pretender ser ni parece lo que pretende parecer. Y se llama erróneamente ‘primer ministro’ a quien no pasa de ser coordinador del Consejo de Ministros y vocero accesitario del Gobierno.
Una solución a este híbrido político podría pasar por hacer descansar en la PCM el peso del gobierno del día a día y acentuar ampliamente las responsabilidades de Estado en la presidencia, ahorrándole innecesarios desgastes.