Es una gran cosa que el pleno del Congreso haya comenzado a debatir la reforma constitucional de la bicameralidad, que ojalá pueda aprobarse el martes que viene. Ayudará mucho a mejorar la calidad de nuestra democracia y de las leyes que se den. Y de varias maneras.
Primero, no es la misma bicameralidad de la Constitución del 79, donde ambas cámaras tenían funciones legislativas idénticas, complicando la generación de leyes. Ahora no: todo proyecto de ley se discute y aprueba primero en la Cámara de Diputados y luego pasa al Senado para su revisión, aprobación, modificación o rechazo. Luego, el Senado lo remite al Ejecutivo para su promulgación, o lo archiva, según el caso. Y hay silencio legislativo positivo si el Senado no revisa el proyecto en el plazo establecido.
El Senado asegura una revisión reflexiva de los impulsos legislativos de la Cámara de Diputados. Por ejemplo, si hubiésemos tenido Senado, la ley que autoriza el uso de armas a los comités de autodefensa no habría pasado o se habría modificado luego de analizar con mucho más detalle sus pros y contras. Asimismo, la ley que modifica la Sunedu quizá habría apuntado a disminuir las sobrerregulaciones a las universidades privadas sin debilitar la institución y sin devolver a las universidades públicas al abandono del Estado, dejándolas además sin recursos para mejorar sus estándares, como lamentablemente ha ocurrido. Lo mismo con la ley que eliminó el régimen CAS: con un Senado, la ley resultante habría acaso incorporado ese personal al régimen de la ley del servicio civil, afianzando así el camino a un Estado meritocrático en lugar de bloquearlo, como ha ocurrido. Con un Senado, la ley que consagró la negociación colectiva en el Estado como método para los aumentos de sueldo le habría dado al Ministerio de Economía y Finanzas la atribución de poner límites y parámetros, para evitar la bomba de tiempo fiscal que esa ley ha activado. O los retiros de los fondos de pensiones habrían sido más moderados, sin dejar para el futuro una contingencia fiscal también incalculable, ni destruir el ahorro nacional que por primera vez el Perú logró conquistar.
La reforma mejorará la disciplina y coherencia de las bancadas, porque ahora los candidatos presidenciales podrán postular también al Congreso, que, de paso, se convertirá así en un foro político de más alto nivel, capaz de concertar acuerdos. Pero no basta. También necesitamos mejorar la calidad de la representación misma. Primero, con distritos electorales pequeños en los que se elija a uno o dos diputados, lo que permitiría escoger mejor porque la elección se daría entre pocos candidatos, y facilitaría una relación directa entre los ciudadanos y su representante. Segundo, con un distrito nacional único o cuatro distritos macrorregionales para elegir senadores, que permitirían recuperar en alguna medida las élites profesionales y académicas para la política.
Ahora bien, si tenemos distritos electorales pequeños donde el elector sabe quién es su representante y se relaciona con él, no tiene sentido limitar la reelección a solo una vez, como establece el proyecto. El elector sabrá si reelige o no a su representante. Es su derecho, no se le puede limitar. Menos aún si queremos una clase política profesional y experimentada.
Además, necesitamos mejorar los partidos para que ciudadanos íntegros y capaces quieran ingresar a ellos. Debe restablecerse la posibilidad de que las empresas hagan donaciones de campaña de manera pública y transparente (para no dejar que el crimen organizado llene el vacío financiero de las campañas), y que puedan financiar ‘think tanks’ o centros de pensamiento en los partidos con parte del impuesto a la renta que pagan, al estilo de obras por impuestos. Lo que, de paso, facilitaría el compromiso del empresariado con el destino nacional.
La política tiene que recuperar a lo mejor del país. Si se aprobaran estos cambios, tendríamos alguna esperanza.