El reciente triunfo de Donald Trump como el reincidente presidente de los Estados Unidos no ha generado la misma sorpresa de su primera elección. Mantiene, eso sí, los justificados reparos de sus críticos y las preocupaciones de todo el globo por el peso que tiene su país en la escena mundial.
Su retórica y sus pasivos son bien conocidos, y se han mantenido o incluso agudizado en esta campaña. Además, se tiene la experiencia de haberlo visto en el cargo, lo que incluye su accidentado final. Por lo dicho anteriormente, las preguntas se desplazarán seguramente a otros frentes; sobre todo, a aquellos activados en tiempos recientes.
Por lo pronto, es innegable su impacto en la escena regional. Al final de cuentas, América Latina sigue siendo muy sensible a lo que pasa en el gigante del norte, a pesar de la poca relevancia –excepción del limítrofe México– que la región parece tener en la política exterior estadounidense.
Un primer frente a ver de cerca será el impacto en el comercio. La primera gestión de Trump estuvo marcada por las tensiones comerciales con China, el otro actor global de mayor relevancia. Para la región, China ha sido percibida como un socio comercial más, lo que no necesariamente será visto así por la nueva administración.
Varios países de la región, alentados por gestiones previas en la Casa Blanca, abrazaron el libre comercio como una parte fundamental de su política exterior. El Perú ha sido uno de los más entusiastas y tiene más de 20 acuerdos de libre comercio, replicados de la exitosa implementación del TLC con Estados Unidos.
Por otro lado, la cooperación bilateral seguramente tendrá algún énfasis distinto, aunque no dramático, al mantenerse la lucha contra el narcotráfico como uno de sus pilares. También debería mantenerse la preocupación con la que se ha visto la incursión de China como un inversionista importante en el país.
A escala regional, el triunfo de Trump es un eslabón más en la inclinación que tienen los electorados del hemisferio por figuras grandilocuentes, alejadas de la preeminencia del diálogo y el consenso, y con poca empatía por la voz del opositor de turno.
En esa medida, su figura, junto con la de Javier Milei, Nayib Bukele o el legado de AMLO, serán una riesgosa referencia que la venidera elección del 2026 tendrá muy presente. Las pocas reservas institucionales que se mantienen serán, nuevamente, puestas a prueba.
Por lo demás, el caos actual que se experimenta en nuestro país seguramente será un terreno fértil para una retórica similar a la que Trump enarboló a lo largo de su campaña. Si en algún momento se habló mucho de ejecutar un plan Bukele local, ¿por qué no recurrir a hacer que el Perú sea “grande otra vez”?