El día que lo conocí, me apabulló su sencillez. Nada en su mirada calma y en su sonrisa amable parecían propios de un ganador del Nobel de Medicina. Mario Capecchi se dejaba entrevistar con paciencia y con un afán didáctico, escaso en los académicos que se pasan la vida en laboratorios. Explicaba la importancia de sus estudios sobre células madre, que le habían valido tremendo galardón. Pero el genetista molecular no solo tenía una trayectoria impecable que lo colocaba en universidades como Harvard, MIT o Princeton: era hijo de la miseria, de la guerra y de un pasado tortuoso que hacían de su historia una anomalía.
Capecchi nació en la Italia de la guerra, en 1937. Sus primeros años transcurrieron en medio de bombas y amenazas fascistas, con un padre ausente y una madre bohemia de origen norteamericano que acabó recluida en un campo de concentración. Cuando Lucy, su mamá, se dio cuenta de que sus ideas revolucionarias la mandarían al bote, les dejó encargado a unos campesinos italianos que cuidaran de su único hijo. Les pagó por ello. Pero al estilo Cosette, el personaje abandonado de “Los Miserables”, Mario fue expulsado a la calle cuando se acabó el dinero. No había cumplido cinco años y vivía en pandillas, comiendo de la basura, durmiendo acurrucado en las esquinas.
Su madre sobrevivió al campo de concentración de Dachau y lo buscó por toda Italia. Cuando lo encontró, Mario ya tenía nueve años. No sabía leer ni escribir. Hacía años que no se bañaba y su cuerpo se había acostumbrado a funcionar con un mendrugo de pan y una taza de café al día. ¿Cómo alguien que empieza su vida con tanta adversidad se convierte en uno de los hombres más importantes de la ciencia de su época? La respuesta es obvia y a la vez parece inalcanzable: la educación.
Capecchi migró a Estados Unidos con su madre, que nunca se recuperó de los traumas de la guerra, y fue criado por dos tíos amorosos que lo mandaron desde el primer día que llegó a América al colegio. Ellos lo ayudaron a recuperar todo lo que la violencia de una guerra interminable le había arrebatado. Las buenas escuelas y universidades hicieron el resto. “Yo soy un ejemplo de que la educación lo resuelve todo, de que lo único que necesita un ser humano son oportunidades”. A Mario Capecchi la vida le puso al frente un sistema educativo sólido que le otorgó las herramientas para que él quisiera ser lo que quería ser. Durante sus primeros diez años de vida, fue un sobreviviente. Luego adquirió la condición de ser humano, de persona que dibuja su futuro.
En el Perú, un país plagado de desigualdades, donde la extrema pobreza puede colocar a nuestros niños en la misma desesperada situación que la del Nobel, para nadie es secreto que la educación es esa herramienta en la que los padres confían. Es la única llave que les abre la puerta de la inclusión. Por eso, familias enteras se endeudan para mandar al hijo más capaz a la universidad. Por eso, los títulos de los que acaban una carrera se exhiben en las paredes de la sala, como un galardón de lo que ese grupo humano ha conseguido. A diferencia de Capecchi, al que la sociedad le ofreció una educación que lo redimiera, muchos de nuestros jóvenes son rehenes de una estafa en la que universidades de mala calidad traicionan sus aspiraciones. Que canjea sus ilusiones por asquerosos ‘lobbies’ como el que acaban de impulsar en la Comisión de Educación del Congreso que les ha sacado una ley que les da más plazo para seguir estafando. Una vergüenza que da cuenta de que la política puede ser la cloaca donde se revuelcan los miserables.
Y no, esos chicos jamás estarán cerca de un Nobel, porque su futuro es materia de un putrefacto soborno.