Ya resulta ocioso describir la guerrita ridícula y agotadora que se ha desatado en redes sociales. Un intercambio de gritos donde el diálogo parece haberse extinguido como forma de comunicación. El tema no es nuevo. Albert Camus escribía, en 1946, en su ensayo “Salvar vidas”: “Con excepción de algunos tramposos, todos, de la derecha a la izquierda consideran que su verdad es la adecuada para promover la felicidad en los hombres. Y, sin embargo, la conjunción de esas voluntades desemboca en este mundo infernal [...] donde es imposible decir una palabra sin ser de inmediato insultado o traicionado”.
Sacarse los ojos por defender un punto de vista parece un rasgo que nos define como seres humanos. Hay más elegancia en un par de bestias que se agarran a cornadas para definir quién es el macho alfa de la manada. En otras latitudes, sin embargo, lo que soporta este instinto de muerte del que habla Camus, son instituciones sólidas en las que da más o menos lo mismo quién sea el loco de turno que sube al poder, porque hay elementos para controlar sus ansias de imponerse. Donald Trump en Estados Unidos fue un bravucón al que el Congreso y el Poder Judicial le pusieron un pare cada vez que quiso perpetrar alguna atrocidad. En Inglaterra no se descuartizaron en las calles después del Brexit porque los equilibrios de poder funcionan y las decisiones, aunque sean una demanda popular, se matizan en beneficio de todos.
En este lado del mundo surgen los Chávez, Bolsonaros, Noriega, Evos, sin nada que los contenga: sin partidos políticos, sin oposiciones organizadas. Lo primero que hacen es desaparecer lo que existe (Congreso, Poder Judicial, Constitución, Tribunal Constitucional) y luego recrearlos a su gusto para ejercer el poder absoluto. Ya sé que están pensando en el candidato Pedro Castillo cuando me refiero a la pésima costumbre de jugar tiro al blanco con las instituciones democráticas, pero no; no canten victoria. Alberto Fujimori en su mensaje del 5 de abril de 1992 se voló el Congreso de la República, el Tribunal de Garantías Constitucionales, el Poder Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Ministerio Público y la Contraloría General de la República; o sea, todo. Y la candidata Keiko Fujimori –ella solita, sin la ayuda de su padre– destituyó gabinetes, censuró ministros de puro capricho, intentó vacar al presidente Kuczynski, y después de una emboscada, lo hizo renunciar. Defendió al fiscal Chávarry con el fin de que destituyera a los fiscales del equipo Lava Jato que la investigaban, y fomentó el desgobierno y el caos desde un Congreso mafioso lleno de personajes impresentables. Su última jugada: pretender que el fiscal José Domingo Pérez regrese a la investigación del Caso Cócteles para evitar una acusación (que ya está lista), que podría afectar su candidatura.
Mucha pelea, mucho grito, pero, como ya lo hemos señalado, no solo la democracia no está garantizada bajo ninguno de los posibles gobiernos, sino que las débiles instituciones que nos alumbran serían incapaces de aguantar un embate dictatorial.
¿Qué vamos a hacer entonces el 7 de junio? ¿Agarrarnos a golpes en las calles porque no salió nuestro candidato preferido? ¿Unirnos como manada al discurso de fraude que seguro será el primer argumento que esgrima nuestro perdedor? Cualquiera sea el ganador del 6 de junio, la mitad del país se quedará furiosa y aterrada, y la convulsión social estará a la vuelta de la esquina. La única esperanza que nos salvará del caos será la vigilancia ciudadana. No importa si sale el candidato que elegiste o el contrario, en ambos casos hay que estar atentos a que respeten las reglas del poder y no nos hagan celebrar un bicentenario con una dictadura disfrazada de democracia como telón de fondo.
Como dice Camus, todos creen tener la fórmula para hacer felices a los ciudadanos; sin embargo, la felicidad queda en nuestras propias manos a partir del 7 de junio.