“La de Inti no ha sido una muerte en paz, él no se ha ido abrazando la muerte”, le ha dicho Pacha Sotelo a Ojo Público hace unos días en la víspera de cumplirse un año de las protestas de noviembre del 2020 que terminaron con la renuncia a la presidencia de Manuel Merino y la muerte de su hermano. Un año y aún no hay consuelo ni justicia ni reparación para los deudos de Inti Sotelo y Bryan Pintado. Él no se fue abrazando la muerte. Por aquellos días, los ciudadanos fuimos testigos de una represión policial brutal y desalmada que se ensañó, principalmente, contra jóvenes y estudiantes. Brutalidad solo comparable con los años más siniestros de nuestras dictaduras y autoritarismos más insanos. Los disparos de perdigones y canicas infligieron heridas que no sanan y que algunos compatriotas llevan a cuestas como secuelas que cambiaron su vida para siempre –como Percy Pérez Shapiama– y que los han dejado lastrados con incapacidades auditivas, visuales o motoras.
Cualquier suceso así de traumático requiere duelo, memoria, justicia y reparación. La historia política de nuestro país y del mundo está inundada de lecciones que demuestran que los gobiernos democráticos con instituciones al servicio de los ciudadanos examinan en qué fallaron para que la violencia llegara al extremo de arrebatar vidas y reprimir con encono; y, finalmente, llevan ante la justicia a aquellos perpetradores de los crímenes. Hacerse de la vista gorda nunca resuelve nada, sino que termina fracturando más a la ciudadanía y la ciudadanía peruana ya está demasiado fracturada como para que un burócrata decida archivar las investigaciones policiales. No podemos pasar la página con tanta impunidad. No podemos banalizar el mal sin que haya algún atisbo de castigo para los culpables de aquella barbarie.
Y aunque aquel movimiento abrumadoramente mayoritario en su oportunidad, y fundamentalmente juvenil, luego no haya echado raíces en organizaciones colectivas perdurables, sí agitó la movilización social y permitió revelar el patente problema de representación política que seguimos enfrentando en el Perú. “Este Congreso no me representa” era uno de los lemas de las protestas. Los ciudadanos sentían que las formas y el lenguaje político de quienes se había aupado al poder estaba reñido con las más elementales formas democráticas. ¿Cómo reconocer a un autócrata? Podemos reconocerlo cuando ejerce la represión: usa la violencia ilegítima y desproporcionada. También podemos reconocerlo por sus defensores: aquellos que en algún momento del pasado justificaron también medidas autocráticas, tenderán a hacerlo otra vez si favorecen sus filias y volverán a justificarlas. Denles tiempo.
La democracia no es una forma de Gobierno que tengamos que dar por sentada sin trabajar. Las condiciones sobre las que descansa la democracia en todo el mundo son más precarias que hace 10 años. La emergencia de autócratas de toda clase nos invita a reflexionar. Quizá los autócratas de la primera mitad del siglo XX tenían sistemas ideológicos incuestionables que asumían como credos religiosos, como recordaba Eric Voegelin. Hoy los autócratas trabajan para sí mismos. Puede que en algún momento hayan tenido alguna ideología, pero su principal credo es el mantenimiento de la estructura de poder para sus propias fortunas. Como sucede hoy en Nicaragua, Cuba y Venezuela, donde los autócratas que tomaron el poder y no lo han soltado, reprimen, amenazan, encarcelan periodistas y organizan elecciones fraudulentas.
¿Qué cosas faltaron y permitieron la emergencia de populismos autoritarios en América latina? Enrique Krauze sostuvo ayer en CADE 2021 que: “Faltaron muchas cosas en nuestros países. Nos faltó sentido social, rectitud ante nuestros pueblos. Los empresarios se dedicaron a hacer dinero y los políticos hicieron lo mismo, como si el pueblo no se fuera a dar cuenta”. Nos faltó sentido de comunidad, cada uno mirándose el ombligo, ¿no es eso una constante en nuestras tribus? Pero debemos defender lo que tenemos, porque como también recordó Krauze, nosotros en el Perú somos muy críticos con el país, pero desde fuera se lo observa con mayor optimismo que el reacio escepticismo que nos embarga: “nos ha costado trabajo y, sin embargo, hoy en el 2021 tenemos gobiernos democráticamente electos, tenemos congresos, tenemos libertad de expresión. Sí, tenemos una vida institucional democrática imperfecta, pero desde luego la debemos defender [y es mejor] que la que [tienen] países hermanos como Cuba Venezuela o Nicaragua”. La debemos defender.