El Perú es un país minero, va la frase. Eso es absolutamente cierto. Y, a la vez, el Perú es un país agrícola. Una de las dinámicas más interesantes en los enormes movimientos económicos originados en la crisis del COVID-19 fue la migración hacia el sector agrario. En el primer trimestre del 2021, el número de personas empleadas en esta actividad subió en nada menos que 536 mil comparado con el mismo trimestre del 2019. Como referencia, en manufactura la cifra cayó en 82 mil y en servicios lo hizo en 1,29 millones.
Con este cambio –y sujeto a la amplia estacionalidad del sector–, la actividad agrícola pasa a emplear a cerca de uno de cada tres trabajadores peruanos. Esa es una cifra sobre la que vale la pena reflexionar unos momentos. Por esta métrica, en los debates sobre mejora de capacidades, acceso a mercados y políticas públicas en general, casi un tercio de la atención debería estar puesta en el sector agrícola. La realidad está lejos de ello. La limitada influencia que logra este tercio de la población –conformado por muchos de los sectores más pobres y alejados de los círculos de poder de la capital– reduce sus oportunidades de tener una cuota de atención justa en el debate nacional.
La deuda del país con el sector agrario tradicional siempre ha estado ahí, pero el contexto hace especialmente importante hablar de ella y encausarla de forma correcta. La eventual proclamación de Pedro Castillo como presidente electo por parte del JNE conlleva enormes riesgos para el futuro económico del país, y el caso de sector agro en particular. En regiones y provincias predominantemente agrícolas su votación fue abrumadora; la deuda política de Castillo con el campo es tan grande como las expectativas que generó.
Aun así, algunos temas planteados por Castillo deberían ser reformulados o descartados de plano. Para empezar, la expresión “segunda reforma agraria”, utilizada inicialmente por el equipo de Juntos por el Perú y rescatada luego por Perú Libre, es poco feliz y revive innecesariamente la memoria de un proceso que dividió y empobreció al país. El objetivo de mejorar las condiciones de financiamiento de los agricultores es positivo, pero no a costa de regalar créditos que no serán devueltos y cuyo costo final es asumido por los contribuyentes –de esas experiencias ya tenemos varias–. Por otro lado, subir barreras a las importaciones de alimentos no nos hará más “soberanos”, sino que elevará el costo de la comida y –si vulnera algún TLC– pondrá en riesgo nuestras propias agroexportaciones. Finalmente, quienes miran con escepticismo la propiedad de grandes extensiones de tierra harían bien en identificar en vez al minifundio de poco capital, mínima tecnología y bajo acceso a mercados como fuente real de pobreza.
Como en cualquier problema complejo, no hay una solución única para el agro, un sector que de por sí es muy diverso. De los buenos resultados de la Ley de Promoción Agraria, que llevó la formalidad de los asalariados agrarios en la costa de 22% en el 2007 a 39% en el 2019, hay sin duda lecciones por aprender, pero no es un molde estándar. De acuerdo con un exhaustivo trabajo del Banco Mundial sobre la agricultura peruana publicado en el 2017, las prioridades para las intervenciones futuras son seis: i) promoción de la innovación, ii) fortalecimiento de la distribución de insumos y servicios de asesoría, iii) creación de capacidades a través de la formación y capacitación, iv) mejoramiento de la conectividad y acceso al mercado, v) promoción del mercado de tierras, y vi) facilitación de la gestión de riesgos.
Todos son puntos muy sensatos y algunos de los técnicos de Perú Libre coinciden por lo menos en un par. A estas intervenciones bien se les podrían agregar otras como la culminación de grandes proyectos de irrigación paralizados (Olmos II, Chavimochic III, Majes-Siguas II, etc.), el fomento de la asociatividad (existen aquí excelentes ejemplos en café y cacao), y el fin de esta narrativa absurda que contrapone el desarrollo minero con el agrícola, en vez de verlos como socios. Al fin del día, la obsesión tiene que estar puesta en la mejora de la productividad del trabajador agrario y, conforme eso suceda, la eventual migración de algunos hacia otras actividades más productivas. Muchos, de hecho, ya tienen saludables economías duales marcadas por la estacionalidad.
El punto de fondo es que la pandemia y la eventual elección de Pedro Castillo han creado una excelente oportunidad para poner, en serio, este tema sobre la mesa. El mensaje político es claro. La productividad del trabajador agrario peruano es apenas la mitad de la del colombiano y un tercio de la del brasileño. El Perú puede y debe hacerlo mejor, pero con responsabilidad y sin populismos. Uno de cada tres peruano lo merece.