En su versión más épica, la política trata de grandes gestas. Cualquier político lo sabe (recuérdese, por ejemplo, el ‘rochabús’ del expresidente Fernando Belaunde en 1956). Por eso, los políticos profesionales usan regularmente palabras de calado hondo; se habla de la gloria, del pueblo, de la libertad, de la justicia, de la igualdad, y se juntan los vocablos elegidos en cualquier expresión que pueda llamar a la reflexión o tocar las fibras emocionales correctas.
En momentos clave de la historia, estas gestas son transformadoras si encuentran líderes que las canalicen adecuadamente y sentido de la oportunidad. El último siglo ofrece innumerables ejemplos de grandes ideas y nobles valores empujando cambios sociales clave como las luchas por la igualdad racial y de género en EE.UU. en los años 60 o, dos décadas luego, la demanda de libertad de los países de Europa del Este que cayeron en la órbita de la Unión Soviética.
Pero la política también corre el riesgo de ser apenas una caricatura de sí misma cuando el político –para ganarse el favor popular– viste estas ideas con un ropaje revolucionario que las circunstancias no demandan. Lo que es peor, al carecer de contenido real sobre el que trabajar, el aparato público pierde el foco de lo que es realmente importante en cada contexto. Los esfuerzos del Estado se dedican, en esas ocasiones, a confrontar enemigos imaginarios o construir castillos de naipes. La política se banaliza absolutamente.
Algunos ejemplos recientes son de utilidad. En salud, los ataques del Gobierno al sector privado –la gran mayoría de ellos, injustificados– levantaron las banderas de solidaridad y equidad. La verdad, sin embargo, es que el sector público –vía Essalud y el SIS– tiene asegurada a más del 90% de la población nacional y es el responsable de proveer las medicinas. La realidad, pues, es mucho más aburrida que la ficción política. Aquí no hay una gran gesta por la justicia pendiente, ni una conspiración de villanos a enfrentar; aquí, simplemente, hay un sector público disfuncional que saca el cuerpo de lo que le corresponde.
Lo mismo aplica en el campo laboral. Mientras sectores de la izquierda organizan grandes cruzadas para defender los beneficios de los trabajadores (más sueldo mínimo, vacaciones, CTS, rigideces al despido, etc.) en nombre de la equidad, pasan por alto que –en realidad– están defendiendo a la minoría que tiene el privilegio de contar con empleo formal dependiente: uno de cada cinco trabajadores. Para ayudar a la gran mayoría de trabajadores peruanos, informales e independientes de baja productividad, la agenda de trabajo es muy complicada y las banderas políticas son menos vistosas. El político de grandes gestas prefiere ignorarlas.
Ejercicios similares se pueden hacer con casi cualquier sector que despierte pasiones: educación, seguridad, agua, minería, tributario, etc. Las palabras recargadas de pompa y sentido de grandeza para liberar al Perú de los supuestos grandes males que lo afligen pasan por alto que los problemas del ciudadano del día a día son menos novelescos y más tediosos de solucionar. Requieren inspiración y liderazgo, pero también capacidad administrativa, herramientas de gestión, indicadores de resultados y un plan bien concebido. Estas tareas, por supuesto, no ganan elecciones ni encienden a las bases, y no son el campo del político puro, sino del gestor, pero son de lo que se trata gobernar una vez que se está sobre el caballo.
Para la gran mayoría de los asuntos de gobierno a tratar, quien asuma ahora las riendas la Presidencia del Consejo de Ministros en reemplazo de Mirtha Vásquez haría bien en evitar esta tentación de la “gran política”. El cargo demanda –hoy más que ayer– un sentido de humildad y de respeto hacia la labor del trabajador público honrado y diligente. No todos los días son un buen día para la refundación de un sector o de un país. A veces, la “pequeña política” es la que llega más lejos.