La historia de los huaicos suele repetirse en el Perú casi siempre como tragedia. Mientras numerosas familias padecen el drama de perder sus hogares y pertenencias, cuando no la vida, las autoridades reviven anualmente la pantomima de una prevención bastante anunciada pero escasamente ejecutada. Al decir del grupo Libélula, los huaicos y las inundaciones son para el país como una enfermedad estacional, pues sobrevienen cada verano y nos impactan siempre sin vacunas, pese a que estas ya existen. No solo se trata de estar en el lugar y en el momento equivocados, sino también de que ningún poder estatal –local, regional o nacional– asume con seriedad la tarea de evitar ese destino.
Lo acontecido en los centros poblados de Secocha, Miski, San Martín y Urasqui (provincia de Camaná, Arequipa) ratifica el gran riesgo de asentarse en quebradas secas, riberas de ríos y conos de deyección. Como se dijo aquí el año pasado, en ocasión del letal deslizamiento en Retamas (La Libertad), era muy probable que en muchísimos lugares del territorio ya se estuvieran incubando las condiciones propicias para un nuevo desastre (“Las Retamas de los desastres en el Perú”, 20/3/2022). Las muertes, desapariciones y daños materiales de estos días no son más que la materialización de semejante advertencia.
¿Por qué cada cierto tiempo, cada verano fundamentalmente, los huaicos vuelven a ser noticia, pese a su condición de viejos visitantes que no deberían dejar margen para la sorpresa? De hecho, la creciente literatura sobre la historia de los desastres en el Perú tiene en los huaicos a uno de sus protagonistas, sobre todo por su vinculación con el fenómeno de El Niño, otro viejo conocido. Un dato del Instituto Geológico, Minero y Metalúrgico señala la existencia de unas 2.000 zonas críticas en todo el país, susceptibles de deslizamientos por lluvias. ¿Cuántas de ellas ya se habrán poblado temerariamente?
Los huaicos siempre serán noticia porque son un problema no resuelto, derivado de la cultura de la informalidad que, con sus más y con sus menos, contamina a autoridades y ciudadanía en cualquiera de sus niveles. Esto a su vez se encadena con nuestra débil memoria colectiva, tan proclive a la inmediatez, al día a día, pero sobre todo con que los desastres no forman parte, precisamente, de las preocupaciones que la gente evalúa como urgentes, pese a su potencial destructivo. A ello se suma que el Estado y las autoridades subnacionales, al no recibir presión social alguna para prevenir los desastres, no se empoderan ni aplican medidas de gestión de riesgos. Así, los huaicos seguirán ocupando titulares en tanto persistan las condiciones de riesgo que los posibilitan; esto es, poblaciones de bajos recursos asentadas en zonas vulnerables, autoridades vacilantes, instituciones débiles, normas técnicas que no se cumplen y, por supuesto, condiciones hidro-climáticas o geológicas que los predisponen.
Dicho esto, ¿en qué estamos fallando como país para que los huaicos sigan tornándose en tragedias? Considerando todo lo anterior, otra deficiencia central es no haber promovido ni aplicado ninguna política de ordenamiento territorial, pese a estar ya prevista en el Acuerdo Nacional (Política de Estado 34, Ordenamiento y Gestión Territorial). Sin ninguna herramienta para planificar el uso de nuestro territorio, que articule el desarrollo urbano con las actividades productivas, estos fenómenos naturales continuarán golpeando a poblaciones vulnerables delante de autoridades resignadas, dando pie a una cansada letanía, típica de todos los veranos.
Volviendo a Secocha y las otras poblaciones damnificadas, es llamativo cómo la informalidad se potencia sobre sí misma, pues se trata de asentamientos humanos levantados informalmente que han crecido con la minería informal y artesanal: los desastres se amplifican con la informalidad a la vez que se nutren de esta.
Otro ángulo del problema es la deficiente inversión pública en la prevención de desastres. Información reciente señala que en los últimos cinco años se asignaron S/6.912 millones para dicha partida, de los cuales se ha ejecutado solo el 51%. Sea por corrupción, incapacidad, irresponsabilidad o ignorancia, los gobiernos de todo nivel asumen a la ligera la gestión de riesgos. ¿Cuánto de lo invertido se destinó en estos afligidos centros poblados de Arequipa? La respuesta es bastante obvia.
Un dato adicional lo agrega el Compendio Estadístico del Instituto Nacional de Defensa Civil del 2022, donde se informa que del 2003 al 2021 se han registrado 2.479 huaicos, los que han causado 46.830 damnificados directos, 449.605 afectados y 149 personas fallecidas. ¿Cuántas vidas y patrimonios pudieron haberse salvado al invertir en prevención?
Por otra parte, algunos investigadores ya sugieren una relación más directa de los huaicos con el cambio climático: si el mar de Grau incrementa su temperatura, habrá una mayor evaporación que causará precipitaciones más intensas, las que se desparramarán por las innumerables quebradas y abanicos aluviales, produciendo los temidos huaicos. Paradójicamente, hemos llegado a un punto en el que las lluvias, lejos de ser vistas como un evento benéfico, se han convertido en una amenaza para nuestra sociedad.
Más allá de los huaicos, el Perú se enfrenta a una situación de pronóstico reservado en materia de desastres, tomando en cuenta la vulnerabilidad de su territorio, su boyante informalidad, su pobre cultura preventiva y la inexistencia de una efectiva política de gestión del riesgo