Polémico siempre, pero genial, el historiador Pablo Macera definió al Perú como un burdel. Esto originó la observación del doctor Baldomero Cáceres, que le hizo ver que los burdeles tenían cierto orden. Hoy ambos pensarían la misma aseveración sobre nuestro Congreso tanto literal como metafóricamente, pero también coincidirían que al final el Perú no puede definirse con una sola palabra, pero sí muchos aspectos de él. Lo cierto es que este año ha sido evidente que los términos se han multiplicado para definir cosas que nos mortifican de nuestro entorno, como lo es la extorsión, la frivolidad de nuestra clase política, la violencia, el tráfico vehicular y un Legislativo que no deja de sorprendernos y aunque no esperamos nada de él, consigue siempre decepcionarnos.
Tal vez leyendo al país no desde el poder sino desde nuestra vida cotidiana, el Perú también es un sitio de huariques. Usando como metáfora la palabra que define a aquellos lugares en los que nos sentimos bien, pues compartimos complicidad con los dueños, gozamos del sabor de comida casera en abundancia (bien taipá como decimos aquí) y los consideramos un espacio es nuestro y solo nuestro.
El abogado, historiador, empresario y periodista –porque en el Perú hacer de todo es una exigencia– Eduardo Abusada nos invitó a Cecilia Valenzuela y a mí a presentar su última obra “33 huariques de Lima y Callao”. Lejos de ser una lista de sitios o un recetario, el libro muestra historias de vida que conmueven por el coraje, la temperancia y la lucha, en las que las familias habían salido adelante en las peores épocas gracias a la creatividad, constancia y una capacidad de no rendirse. Y es que el Perú está hecho de historias del día a día en busca de un final feliz. Somos eso. Cecilia Valenzuela nos recordó la belleza que nos dan las narrativas que dan lugar a la comida y que son parte de un ingrediente que nos hace tan especiales a los peruanos. Es tiempo de recordarlo y vivirlo.
Sentirnos orgullosos de la comida peruana es, quizá, uno de nuestros pocos acuerdos sociales. Es un caso interesante en que algo que comenzó siendo popular escaló en el rango social hasta convertirse en un producto de restaurantes de lujo. Cierto es que cuando su estatus era humilde se le llamaba “cocina” y se le asociaba al trabajo femenino y cuando “subió” de categoría se le llamó gastronomía y –¡oh sorpresa!– pasó a ser masculino. En esa inconsistencia la comida también nos refleja y nos aclara el camino para corregir nuestros errores sociales.
Creo que la comida que tanto nos convoca es también una forma de ver el mundo, pues el gusto por determinados sabores es algo cultural (por más que insistamos a los extranjeros sobre su opinión sobre el cebiche). La intensidad de las sensaciones (que se transforman en experiencias) entre lo picante, lo dulce, lo ácido o lo aceitoso es parte de nuestro hermoso horror al vacío, que llena de sabor, color y chispa cualquier espacio cultural peruano.
Creo que los peruanos encontramos en los huariques el sabor a familia y el sitio cálido como lo hacen los jóvenes, que se refugian en el TikTok o, en general, en las redes para evadir lo duro que está el entorno local. Pero no todo es encerrarnos esperando que el mundo pase afuera. Podemos aprender que en nuestra comida peruana es la variedad que trae la convivencia cultural la que le da poder y sabor. Es un primer paso para entender que nuestras diferencias, en vez de provocar racismo, clasismo, machismo o discriminación, puede ser también un espacio de diálogo y de complemento.
En estas fiestas muchas familias se unen en torno a una mesa, tal vez el único ritual constante en muchas casas, y los sabores son eco de los compartidos por bisabuelos, abuelos, padres e hijos. También son eco de las memorias de diferentes etapas de nuestra vida (el olor al panetón me retrotrae a mi infancia). Ojalá también nos una para poner nuestro sabor dulce, rebelde e intenso frente a los sinsabores que nos da nuestra clase política. ¡Sabroso 2025!