Esta semana, gracias al ministro del Interior, Daniel Urresti, muchos peruanos descubrimos el término ‘mujer anzuelo’. La idea, explicó el ministro, consiste en infiltrar mujeres policías en las unidades de transporte público para facilitar la identificación y captura de los acosadores que pululan por ahí. El método, agregó, ya se está aplicando en Colombia con los mismos fines aunque, según acotaron varios medios, ha desatado cuestionamientos. No precisan, lamentablemente, de qué tipo son tales cuestionamientos, si en efecto existieran.
Sin embargo, los argumentos son bastante predecibles. De hecho, algunos personajes locales –entre los que he escuchado directamente a Philip Butters, en su programa radial– también se han apresurado a manifestarse en contra de esta estrategia. Consideran, por ejemplo, que sería crear un riesgo innecesario para las custodias de la ley (porque las agentes no corren el menor peligro cuando intervienen en operaciones contra malhechores mucho más avezados que un pervertido de poca monta) y que no sería justo ‘provocar’ a los viajeros sembrando chicas exuberantes en horas punta. Provocar, ha dicho el señor. Y ha agregado, esta persona que tiende a ver ‘provocación’ en todo lo que no se ajuste a sus gustos (como un par de chicas besándose), que una tampoco puede subirse al metropolitano vestida como quien se va a una discoteca.
Resulta por lo menos llamativo que alguien que se precia tanto de haber recorrido mundo, no parezca haber asomado ni la nariz por los metros de grandes ciudades, como Nueva York, Londres o París. ¿Se atrevería el opinólogo a exigir un dress code ‘razonable’ a las provocadoras de esas urbes? ¿O a responsabilizarlas por las animaladas que pudiera infligirles algún pasajero?
Otro detalle, digamos, curioso del acomedido rechazo que ha desatado la sola mención del concepto ‘mujer anzuelo’ es que para nadie, y menos para el indignado de turno, parece ser problemático el uso y abuso cotidiano de mujeres –exuberantes, encima– como carnada para todo tipo de fines. Para promocionar cervezas, por ejemplo. Para jalar televidentes, también. O para ganar lectores a revistas, periódicos e inclusive libros. ¿Es que esos pobres, embrutecidos, pavlovianos consumidores no merecen ser protegidos de semejante provocación?
Debe ser, quizá, que el cliente siempre tiene la razón, más aun si es un anunciante. O, y perdonen la suspicacia feminista, será que todavía hay quien piensa que el cuerpo femenino solo puede explotarse para complacer al hombre. Pero no para castigarlo, pues varón.