La elección presidencial que se avecina vendría a ser la número 38 de nuestra historia republicana. La contabilidad no es fácil porque la forma en la que se ha organizado por estos lares la sucesión presidencial ha cambiado mucho a lo largo de estos dos siglos de historia republicana.
En el siglo XIX, por ejemplo, se usaba el método de elección indirecta. Los votantes elegían a unos electores o representantes que, después, se reunían para elegir a los congresistas y al presidente. La elección podía llegar a tener más niveles: por ejemplo, los representantes elegidos por cada parroquia o provincia seleccionaban solamente a los congresistas, quienes, a su turno, elegían al presidente. La elección indirecta se usa todavía en muchos países (como los Estados Unidos o España, por ejemplo) y en instituciones locales, como las universidades. Como profesor de la PUCP, por ejemplo, yo no elijo al rector de mi universidad, sino a unos representantes que lo harán por mí.
¿Por qué puede resultar preferible este tipo de votación? El argumento principal es que, de esta manera, se deja la selección de las autoridades en manos de gente más experta que el ciudadano común. Este puede conocer bien a la gente de su localidad, al punto de preferir el criterio de unos sobre el de otros, pero quizás desconoce los problemas de la nación o las capacidades de los candidatos que aspiran a dirigirla. Un argumento que se explicita menos, pero que subyace poderosamente en la elección indirecta, es que permite a las élites tener un mejor control de la política, que así se volvería más estable y predecible.
En el Perú, la reforma de este sistema ocurrió en 1896, cuando se adoptó la elección directa, pero restringiendo el cuerpo de votantes a la población masculina adulta que supiese leer y escribir. En ese momento, cuatro de cada cinco peruanos era analfabeto, aunque entre los varones la proporción probablemente caía a “solo” dos de cada tres. Así, la reforma eliminó a dos tercios de los votantes. La justificación para este cambio fue que el amplio derecho al voto que había predominado hasta entonces había convertido a las elecciones en una farsa, en la que, con pisco y butifarras, se compraba la voluntad de los votantes, compuestos en su mayoría por indígenas analfabetos.
El porcentaje de votantes respecto de la población nacional se redujo para las elecciones de 1899 a solo un 3%, concentrado entre los blancos y mestizos de las ciudades de la costa. Este, sin embargo, fue aumentando en los años siguientes hasta alcanzar el 8% en los años 30. Los estudiosos de nuestra historia política se han preguntado por qué la población excluida con la reforma de 1896, que ese mismo año se levantó contra un impuesto a la sal y que unos años antes se había opuesto furiosamente a la contribución personal en el Callejón de Huaylas, no protestó contra su exclusión del sufragio. La respuesta podría ser que, junto con la reforma electoral, se abolió la contribución personal. Y en la situación de pobreza que agobió al país tras el desastre de la Guerra del salitre, la población fue pragmática y se resignó a perder el derecho al voto a cambio de la supresión del impuesto.
En la segunda mitad del siglo XX, hubo dos momentos en los que se amplió significativamente el cuerpo electoral: en 1955, cuando se concedió el voto a las mujeres, y en 1979, cuando se lo devolvió a los analfabetos, se lo concedió a los residentes en el extranjero y se rebajó de 21 a 18 años la edad para sufragar. Habría que señalar también que, en ese momento, los analfabetos ya eran menos de la quinta parte de la población adulta, por lo que la medida no tuvo el impacto que habría tenido unas décadas atrás. Los únicos excluidos fueron los menores de edad y los presos. Otros grupos a los que antes se privó del derecho al sufragio –como los militares, policías, jueces, religiosos e incluso ministros– también fueron readmitidos a lo largo del siglo pasado. Después de 1980, la proporción de los votantes respecto de la población nacional pasó a ser de la mitad, en una tendencia creciente que hoy alcanza las tres cuartas partes.
Como las élites no dan puntada sin nudo, también para esta apertura política hubo una compensación, que fue la introducción de una segunda elección cuando ningún candidato ganaba abrumadoramente. Hasta 1980, la segunda elección estaba en manos del Congreso. A partir de entonces, se estableció la necesidad de una segunda vuelta electoral. Esta ha sido un nuevo instrumento de las élites para controlar el resultado. De todas las elecciones presidenciales realizadas desde 1985, solo ha habido una –la de 1995– en la que un candidato logró superar la dura valla del 50% de los votos válidos en la primera vuelta.
Tras el escándalo de corrupción desatado por el Caso Lava Jato, que ha cubierto con un manto de desprestigio a la clase política, comenzando por la presidencia, y en medio de una pandemia que limita las posibilidades de hacer campañas electorales, las elecciones del 2021 son una incógnita de difícil pronóstico.