Comentamos todos sobre lo grave que es nuestro problema de representación política. Si bien en todas partes del mundo se habla de lo mismo, nuestro caso parece especialmente complicado. Y, a pesar de que hablamos mucho del asunto, no creo que hayamos entendido bien su naturaleza. Esta no está en el “bajo nivel” de los ciudadanos y electores, por lo que no se solucionará con más educación o con cursos de educación cívica en las escuelas (que podrían no venir mal), ni con llamados voluntaristas a un mayor involucramiento de las élites en la vida pública y política (que sería muy bienvenida). Tampoco es cuestión de rendirse ante la supuesta influencia de las nuevas tecnologías frente a las formas de representación; es cierto que las redes sociales y aplicaciones han cambiado la forma de hacer política en todo el mundo, los partidos políticos existen, y en América Latina tenemos muchos casos de sistemas de partidos en donde viejos partidos son actores importantes, como en Uruguay, Argentina o Paraguay; y otros en los que partidos antiguos y otros relativamente nuevos se disputan el espacio, como en Chile o Brasil. En otros países, viejos sistemas de partidos han colapsado, como en el Perú, pero han sido sustituidos por nuevos actores hegemónicos, como parece suceder en México o Bolivia. En todo caso, la situación peruana, si bien expresa problemas presentes en todas partes, luce más bien como una excepción antes que como una regla.
La representación política es una amalgama, un encuentro entre ciudadanos comunes y élites políticas, que se fragua alrededor de experiencias significativas fundantes, que se reproduce y consolida en el tiempo bajo ciertas circunstancias. No es fácil crearla de manera voluntarista, por eso es tan importante cuidar con extremo cuidado sus semillas y preservar un patrimonio político. El Apra, las izquierdas, AP y el PPC, protagonistas de la política democrática de los años 80 del siglo pasado, magullados y con múltiples problemas, tenían posibilidades de recomponerse hasta no hace mucho. El fujimorismo emergió como actor central del juego político después de la década de los años 90, y diversos grupos de oposición a este (como Somos Perú, UPP o Perú Posible) pudieron también consolidarse como grupos representativos. Pero entre el personalismo extremo de esas apuestas políticas, sus indefiniciones ideológicas y de programa, y los problemas de corrupción en los que se vieron involucrados en los últimos años, incluso esas pequeñas bases terminaron derrumbándose. En paralelo, hemos tenido una creciente informalización de la sociedad, el debilitamiento de sindicatos, gremios y organizaciones civiles en general, así como un debilitamiento del mundo académico y una creciente elitización de algunos sectores de este.
El resultado es que se han perdido puntos de encuentro entre líderes políticos, líderes sociales y el mundo académico. Con partidos mínimamente funcionales, tenemos políticos que desarrollan carreras en su interior, de modo que sus trayectorias son relativamente conocidas, y han pasado al menos por algunos filtros en donde las dirigencias partidarias son decisivas. Y los partidos son espacios de encuentro entre políticos, líderes sociales, expertos en políticas e intelectuales, de donde surgen algunos mínimos perfiles identitarios. Los dirigentes sociales logran asesoría técnica, discurso político, formas de canalizar demandas; los políticos, bases de respaldo y propuestas de política; y los académicos, relación con la sociedad y la política.
La destrucción de los partidos, su reducción a plataformas para la postulación de candidatos, ha implicado la proliferación descontrolada del personalismo, de los intereses particulares y de grupo, además de una gran distancia entre el mundo de los referentes políticos, los liderazgos sociales y el mundo del conocimiento técnico, académico e intelectual. Los políticos no buscan hacer viables políticas necesarias, sino satisfacer entornos cercanos, las dirigencias sociales en la política no van más allá de la reivindicación de corto plazo, el mundo técnico y académico se encierra en una torre de marfil. Y así, giramos alrededor de un círculo vicioso. Seguiremos con el tema.