Primero: lamentablemente, el nuevo ministro del Interior no la tiene nada fácil. Para empezar, porque en un Ejecutivo en el que el hermano Nicanor y el jefe del Gabinete Alberto Otárola combaten por el oído de la presidenta, hubo muchas discrepancias sobre quién debía ejercer el cargo. Se desecharon las mejores opciones, para finalmente, y cuando ya no se podía postergar más el anuncio, transar un mínimo común múltiplo.
En segundo lugar, porque, siendo su aporte el ser policía, no se le conoce por una trayectoria operativa y menos por una vinculada a los temas relevantes del momento. En tercer lugar, porque tiene que cargar con los pasivos generados por el primer ministro Otárola y explicar qué va a hacer con el ‘plan Boluarte’ (si es que este existió), así como aclarar qué alternativa dará a los alcaldes ante el visible fracaso de los estados de emergencia.
Pero la vida da sorpresas y puede que se tome en serio el cargo y lo que la población demanda. De ser ese el caso, debe tomar la iniciativa y ofrecerle al país una estrategia de corto y mediano plazo sobre cómo reducir la extorsión y el robo agravado.
Esta última debiera venir acompañada de las medidas concretas que se adoptarán para ello, de la inversión que se asignará a cada una y de dónde vendrán los recursos. Asimismo, deberá definir las metas a conseguir en cada etapa, con indicadores objetivos de resultados. Algunos ejemplos: bajar la tasa de victimización medida por el INEI al menos a niveles previos al gobierno de Castillo, reducir al menos a la mitad los asesinatos cometidos por sicarios (pico visible del ‘iceberg’ de las extorsiones) y disminuir en un tercio los robos de celulares según Osiptel.
Y ya que hablamos de crimen organizado, el nuevo ministro debiera liderar el cuestionamiento a la reducción de los alcances de la colaboración eficaz que hará mucho más difícil la labor policial y fiscal en los años que vienen.
Segundo: la eliminación de las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) presagia un desastre electoral de proporciones. Ya ni siquiera hablemos de la democratización de los “partidos”, que es como pedirle a Drácula que agarre un crucifijo de plata. Solamente demos cuenta de que las PASO habrían permitido reducir significativamente el número de partidos que competirán (ahora no menos de 35), al poner un porcentaje mínimo de votos para ir a la elección final. Además, adelantaría la caníbal competencia del voto preferencial.
Así, las PASO al menos garantizan elecciones entre pocos partidos. En un escenario así, hasta pareceríamos un país de verdad.
Si el caos y la desinformación que tuvimos en el 2021 con 18 candidaturas dan cuenta del Ejecutivo y el Congreso resultantes, mejor no pensar en qué pasaría con el doble de candidatos y la fluidez con la que, en medio de ese desorden, entraría el dinero del crimen organizado.
Y ya que hablamos de desaguisados del Congreso, el bono de S/9.900 a sus trabajadores tiene un tufillo a conseguir silencios para que otros ‘mochasueldos’ no sean denunciados y que por ahí se retracten algunos de los que ya lo hicieron. La compra de conciencias llega esta vez a los 130 congresistas. Ese regalito prenavideño de la cuestionada Mesa Directiva a sus pares parece destinado a asegurar su propia estabilidad. ¿Cuántos congresistas lo devolverán?
Tercero: millones de hinchas nos enorgullecíamos de que el fútbol peruano hubiese reconquistado el respeto de sus rivales y que, ganase o perdiese, no matase la ilusión. Reynoso acabó con todo eso en seis fechas. Encima, con discurso de político al que no le entran balas, tiene el desparpajo de sostener que jugamos bien frente a Bolivia y que por respeto a sus electores (perdón, quise decir jugadores) se quedará en la selección hasta el 2025. Ojalá tenga sangre en la cara y no sea así. Pues ya que a nuestros políticos no se les puede rescindir el contrato, por lo menos librémonos de Reynoso.