La preocupación por un futuro que se avizora como incierto, por no decir a la deriva, cunde entre millones de ciudadanos de la República del Perú. Las encuestas –que reflejan la zozobra generalizada– no sorprenden ya a nadie. Porque, a pesar de nuestra impresionante resiliencia ante la adversidad –¿alguien ha olvidado los centenares de ajusticiados sumariamente por las huestes de Abimael Guzmán?–, crece la desilusión ante un gobierno que no exhibe, hasta el momento, un plan de reactivación económica concreto. Más bien, en lo que se pierde un tiempo precioso es en los chavetazos de siempre. Pienso en las amenazas del congresista Bermejo o en las desafortunadas declaraciones del primer ministro Bellido sobre los “cambios culturales chocantes” de Verónika Mendoza. Mientras lo que efectivamente choca es la inocultable apología al terrorismo de un ingeniero electrónico a quien el puesto le queda demasiado grande. Por otro lado, impresiona la justificación de este nuevo asalto a los puestos públicos de parte de ineptos e incluso prontuariados, con el argumento de las “carpetas escondidas bajo la mesa” que nadie conocía. Demasiado “candor” de quienes parecen transitar sin brújula por los laberintos del complicado Estado Peruano.
De todos los desafortunados nombramientos de los últimos días –y han sido muchos–, el que más me conmovió fue el de Alberto Falla Avellaneda. Uno de los responsables de la hecatombe de Villa El Salvador, porque fue justamente este sujeto quien otorgó la revisión al camión causante de una de las peores tragedias viales de la historia contemporánea. Escribí sobre ese crimen impune y todavía me duelen los 34 compatriotas que fallecieron. Entre ellos, Jean Francis, el niño de trece años que corrió a rescatar a su perrito, muriendo con el 90% de su cuerpo quemado. Difícil ejercer la crítica en estos días de polarización y locura colectiva sin que te acusen de racista o de clasista. Y es por eso que saludo el artículo de Marisa Glave donde denuncia el silogismo que se nos pretende imponer. Este es que cualquier comentario sobre el Gabinete Bellido es irremediablemente interpretado como una “expresión del mundo criollo que expresa una identidad de clase que no acepta la incorporación en el Estado Peruano a los representantes del mundo andino y plebeyo”.
Como es el caso de millones de peruanos no aludidos en el discurso inaugural del presidente Castillo, no provengo de una familia descendiente exclusivamente de pueblos originarios ni tampoco de una “explotadora”. Nací en el Callao donde llegaron de Irlanda mis bisabuelos: ella como sierva en una hacienda, hasta que recuperó su libertad luego de siete años de arduo trabajo, y él como carpintero encargado de tender los rieles del ferrocarril transandino. Mi abuelo trabajó en el Canal de Panamá, lo que le permitió comprarse una casa y una ferretería, y darle una buena educación a mi padre, un empleado público honesto de quien heredé un apellido del cual me enorgullezco. Asimismo ocurre con el de mi madre, una ama de casa criada en medio de la crisis de 1929, cuyo mayor objetivo fue criar hijas fuertes y económicamente independientes.
Hace más de 20 años escribí sobre un gran republicano liberal, Juan Bustamante, quien, por combinar su identidad local con la nacional e incluso la universal, me sigue inspirando. Heredero del liberalismo radical de Faustino Sánchez Carrión, un huamachuquino que tempranamente señaló que todas las provincias peruanas, hasta las más alejadas, merecían un trato igualitario. Bustamante es el primero en afirmar que la república no podía existir sin sus indios en calidad de ciudadanos con plenos derechos. De esa manera, el lanero y congresista puneño instaló la idea de un nuevo pacto entre el Estado y las comunidades, que pasaba por una temprana democratización del Perú. Bustamante fue asesinado por orden del subprefecto Recharte, un delincuente que obedecía a los intereses provincianos corruptos y veía al abogado de las comunidades como un peligro a los privilegios instalados en Puno durante los años de desgobierno y quiebre institucional que sucedieron a la independencia. Ahora que se apela a la figura de Bustamante como el adalid del cambio, bueno es recordar que fue víctima de un perverso sistema prebendario nacional que aún persiste y que no desaparecerá con proclamas revolucionarias y mucho menos con rencores atávicos. Solo un liderazgo democrático, transparente, generoso y convocante podrá lograr el cambio liberador que muchos anhelamos.