El presidente Pedro Castillo ha empezado su mandato con trampa. No por haber organizado un fraude electoral del cual nunca existió una sola evidencia contundente, sino por haberle mentido a ese 50,1% de la población que lo eligió a él por encima de Keiko Fujimori.
No juzgué antes ni juzgaré ahora a quienes se decantaron por alguna de las dos opciones que representaban serios riesgos para la continuidad democrática y, a lo mejor, se esperanzaron en que las sospechas que pesaban sobre ellos nunca se confirmaran. Pero vistas las decisiones inaugurales de Castillo resultaría muy difícil justificar en la esperanza lo que a todas luces sería una ceguera voluntaria y dolosa.
Al nombrar a Guido Bellido como su primer ministro, Pedro Castillo ha dado dos mensajes que dejan poco espacio para la especulación. En primer lugar, se confirma que Castillo engañó a sus votantes con eso de que buscaría un gobierno de unidad y para todos los peruanos.
Ningún otro presidente en los últimos treinta años ha nombrado un Consejo de Ministros tan sesgado como este, salvo quizá –aunque con menor radicalidad– Manuel Merino y el inefable Gabinete Flores-Aráoz, pero todos sabemos cómo terminó aquella torpeza. Otro ejemplo de extremos que se tocan y asemejan. Mucho se ha hablado en los últimos días de las desvirtudes del jefe del Gabinete, Guido Bellido, quien podría batir el récord del peor currículum que ha transitado por la historia de las mesas de partes estatales: filosenderista, homofóbico, misógino y sin experiencia. Sin embargo, su Gabinete se encuentra atiborrado de personas bisoñas, sancionadas administrativamente, involucradas en escándalos o con intereses en conflicto en carteras como las de Trabajo, Ambiente, Cultura, Transportes y Comunicaciones, y Comercio Exterior y Turismo.
Algunos destacan la presencia de “técnicos” como Pedro Francke o Anahí Durand, quienes, en los últimos años, han actuado más en el terreno político asociándose a las infecundas postulaciones de candidaturas de izquierda. En todo caso, lo sorprendente no es que haya unos cuantos técnicos de izquierda en un Gabinete, sino que ellos sean lo único y exiguo que tienen por exhibir. Se trata, pues, de un elenco monocromático, en el que el criterio de elección no ha sido ni la experiencia ni la capacidad, sino la complicidad y un carnet con lápiz.
Y esto nos lleva a la segunda evidencia de la mendacidad. Castillo y su compinche Cerrón no han seleccionado al Gabinete Bellido para gobernar, sino para acelerar el camino a la disolución parlamentaria. Las crónicas tanto de Fernando Vivas en El Comercio como de IDL Reporteros dan cuenta de una voluntad expresa de confrontar al Congreso y hasta esperar una posible censura para luego arrinconarlos con la espada del cierre legislativo.
No se discute aquí la potestad constitucional del presidente Castillo de nombrar a un Gabinete 100% izquierdista como efectivamente lo ha hecho, pero ¿qué legitimidad tendría cuando menos del 25% votó por alguna de las opciones de izquierda en primera vuelta? ¿Qué representatividad tendría ese Gabinete cuando menos de un tercio de la conformación parlamentaria está compuesta por esa vertiente?
Con esa perspectiva, cabe preguntarse cómo sería posible confiar no solamente en el Gabinete Bellido, sino en el talante democrático del presidente Castillo. Si en el día uno de gobierno Castillo está dispuesto a encorvar las herramientas constitucionales a su antojo para acumular más poder, ¿qué podríamos esperar luego de seis meses o un año?
No sorprende, pues, que a pocos días de estrenado un nuevo gobierno, en el Congreso ya no solo esté en discusión la confianza en el Gabinete Bellido, sino también la capacidad moral del presidente Castillo.