Para la medicina, la anomia del lenguaje –entre las múltiples acepciones que existen– es aquel obstáculo que posee una persona que impide o limita su capacidad de reconocer o recordar nombres. Hablando en términos sencillos, nos referimos a la imposibilidad de llamar a las cosas por aquello que son.
Deseo mencionarlo a propósito del ostensible pudor demostrado en los últimos días que ha impedido a un sector de la prensa nacional manifestar con todas sus letras cuál es la franquicia que representa la empresa Arcos Dorados en nuestro país y su restaurante de Pueblo Libre: es decir, la dificultad de llamar McDonald’s a McDonald’s.
Sí, aquel lugar en el que laboraban Alexandra Porras, de 18 años, y Carlos Gabriel Campos, de 19, y que el fin de semana pasado perdieron la vida electrocutados mientras realizaban labores de limpieza –según numerosos indicios– en condiciones paupérrimas, como no contar con guantes y botas, en medio de cables expuestos, entre otras anomalías.
Como era de esperar, el hecho ha provocado indignación, protestas y encendidos reclamos porque constituye un lacerante testimonio que refleja –en un contexto más amplio– una precarización laboral al llamar “colaboradores” a los trabajadores, para no reconocerles derechos básicos, hacerlos cumplir jornadas que superan aquello por lo que se les paga y permitir que cumplan sus actividades en condiciones peligrosas.
A ello se suman otras perlas, que en este caso van desde la increíble justificación de un funcionario municipal encargado de velar por la seguridad acerca de una falta de fiscalización al local por ser una transnacional, hasta la pasmosa respuesta burocrática de las otras autoridades que deben garantizar el cumplimiento de las normas.
Pero no perdamos de vista el foco y la anomia que –al parecer– afecta a algunos periodistas, a diferencia de lo que ha sucedido con la cobertura del mismo hecho noticioso en la prensa extranjera, en la que el nombre de McDonald’s ha aparecido en titulares de prestigiosos medios de comunicación como “The New York Times”, CNN, “The Guardian”, entre otros.
En un mundo donde convivimos cada día con tantas teorías de conspiración, las suspicacias por no llamar las cosas por su nombre –denunciadas a través de las redes sociales– no son gratuitas, máxime porque resultan recurrentes cuando se trata de empresas vinculadas a hechos cuestionables o que conllevan a una denuncia.
Esta misma semana también se informó que el cliente de un “conocido banco” reveló que le robaron S/65.000 por medio de un token digital. ¿Cuál fue la institución bancaria donde sucedió esta infortunada situación? Vaya usted a saber.
Si nos remontáramos al pasado, constataríamos la enorme cantidad de noticias que carecen de identificación de las compañías donde sucedieron hechos cuestionables y en las que el público merece saber cuáles son. Así tenemos la huelga que cumplen varios días los trabajadores de una “gran cadena de tiendas por departamento”, el asalto a un “concurrido centro comercial”, el incendio en una “popular cadena de cines” y los ejemplos podrían volver interminable esta columna.
¿Supresiones voluntarias o involuntarias? Pregunta no menor porque detrás de ella se abre la posibilidad del incumplimiento de una de las reglas básicas del periodismo, que es dotar de información adecuada y necesaria.
Al renunciar a esta precisión, se le está negando la posibilidad al ciudadano de que pueda, por ejemplo, estar alerta acerca del sitio al que concurre, saber los cuidados necesarios que adopta un negocio, las medidas que toma una institución financiera para proteger el dinero que le proporciona, saber en qué condición atiende el mesero en un restaurante, las prácticas en las que incurre una tienda a la que le otorga la confianza para consumir uno de sus productos.
Como si esto fuera poco, se abre la posibilidad de que la empresa involucrada no asuma las consecuencias por sus actos ni adopte las medidas adecuadas para subsanar una falta, en caso de que ella exista. Poner el nombre de una empresa no es un atentado contra la economía, es apenas la necesidad de informar que –presuntamente– algo malo pasó allí y que se investigue.
Situación relevante cuando se habla por enésima vez de la crisis de los medios y el fin del periodismo ante la proliferación de las noticias falsas, las medias verdades, tergiversaciones, reconciliaciones que apelan a la desmemoria sin expiar culpas. Aunque se haya convertido en una frase hecha o lugar común, el periodismo otorga voz a los que no la tienen, y sirve, antes que nada, al ciudadano, sin mezquindades ni omisiones.
Si hay algo que rescatar de este oscuro episodio es la reafirmación de que los periodistas nos debemos al ciudadano, y que nuestra reputación está garantizada con el ejercicio diario de una independencia que se encuentre por encima de todo interés empresarial.
Para ser un país que crece y también madura, es hora de renunciar a los viejos lastres coloniales de hablar a media voz, de recurrir a eufemismos, de maquillar situaciones que –a todas luces– nos mantienen en la inercia y atrasan.
Hagamos, pues, que las memorias de Alexandra y Gabriel sean un punto de inflexión para evitar que casos como los suyos se repitan, porque el periodismo ha renunciado a cualquier tipo de anomia, coadyuvando a que las empresas adopten las medidas necesarias para proteger a sus trabajadores y las autoridades cumplan con sus responsabilidades. Solo así las muertes de estos jóvenes no quedarán en el olvido.