- Lee aquí el Editorial de hoy viernes 2 de febrero: “El regreso del dengue”
Treinta años no son (o no deberían ser) nada en la vida de una Constitución. Entre nosotros, es casi el doble de lo que han durado, en promedio, nuestras constituciones. Si eso es o no motivo de celebración, decídalo usted mismo. Lo importante es que el Perú ha vivido con la Constitución de 1993 una era de prosperidad sin precedentes. ¿Qué fue lo que cambió entre la Constitución de 1979 y la de 1993 para facilitar o simplemente no impedir esa prosperidad?
Hablamos del capítulo económico, obviamente. Pero antes quisiéramos decir una palabra sobre el capítulo político, que muchos analistas consideran un fracaso. El Perú puede ser el único país de América donde el presidente del Consejo de Ministros requiere el voto de investidura del Congreso. Esa es una falacia. En los Estados Unidos cada uno de los ministros (o secretarios) requiere un voto de investidura del Senado; y los jueces de la Corte Suprema, que son designados por el presidente, también. Y eso que, según los entendidos, es el país más presidencialista del mundo.
Volviendo a lo nuestro, gran parte de lo que dice la Constitución del 93 lo decía ya la del 79: la inviolabilidad de la propiedad, la libre iniciativa privada, las libertades de contratar y de comerciar con el exterior; la posibilidad de que el sistema público de pensiones coexistiera con un sistema privado; la autonomía del banco central y la composición de su directorio; la obligación del Gobierno de presentar un presupuesto equilibrado y la falta de iniciativa de gasto de los congresistas. Desaparecieron, sin embargo, dos artículos de la Constitución del 79 que merecían desaparecer: el artículo 111, que ordenaba al Estado formular planes de desarrollo para regular la actividad económica, y el artículo 137, que sujetaba la inversión extranjera a la autorización del Estado. Aparecieron, por otro lado, cinco novedades. Primero, el principio de subsidiariedad del Estado, que le dio soporte legal a la privatización y ha servido para controlar después los impulsos estatistas, pero que en más de un caso ha sido ignorado olímpicamente. Segundo, los contratos-ley, que a nuestro juicio son discriminatorios contra la inversión en pequeña escala y nunca han sido, en la práctica, el catalizador de la inversión que se supone que fueron. Tercero y más importante, la posibilidad de que el Estado someta sus controversias con inversionistas al arbitraje nacional o extranjero. Cuarto, la libre tenencia y disposición de moneda extranjera, un poco apreciado pilar de la seguridad jurídica. Y quinto, la prohibición de financiar el déficit fiscal con emisión de moneda, que le dio contenido a la autonomía que el banco central tenía ya sobre el papel.
No todas estas novedades necesitaban estar en la Constitución. De hecho, los contratos-ley ya existían, con otros nombres, desde 1950, si no antes. La prohibición de financiar el déficit fiscal estaba ya en la ley orgánica del BCR, que es anterior a la Constitución del 93. Y ha habido cosas que, sin estar en la Constitución, han sido importantes para la prosperidad, como la reforma que simplificó el sistema tributario y la desregulación del sector eléctrico. La Constitución del 93 ha protegido algunos derechos económicos fundamentales, pero no habría dado los mismos resultados si no hubiéramos adoptado y, mal que bien, mantenido buenas políticas económicas.