La madrugada del 5 de junio del 2009, luego de más de 50 días de bloqueos en la carretera Fernando Belaúnde, ocurrió un enfrentamiento entre los manifestantes, en su mayoría de las etnias awajún y wampis, a la altura de la Curva del Diablo. La PNP debía desbloquear la carretera y fue enviada por el gobierno de Alan García desarmada. Como resultado hubo 23 policías y 10 civiles muertos, y un policía desaparecido. Hasta el día de hoy, el cuerpo del mayor Bazán no ha sido encontrado. Los agentes asesinados fueron torturados y golpeados hasta la muerte. Años después, el Poder Judicial absolvió a los 52 acusados por la muerte de 12 de los policías durante lo que llegó a conocerse como el ‘baguazo’.
En el Perú hemos aceptado la violencia, la toma de rehenes, los bloqueos de carreteras y la destrucción de la propiedad privada como mecanismos válidos de negociación. Atacar y asesinar policías parecería ser parte fundamental de lo que la izquierda reclama como el legítimo derecho a la protesta. Y el Poder Judicial se ha encargado de normalizar esa violencia al liberar de responsabilidad a quienes la cometen. La sentencia del Caso Bagua demostró que la justicia en el Perú está del lado de la violencia y la impunidad.
La violencia no puede ser un mecanismo para doblegar al Estado y obtener beneficios. Y si bien es inaceptable que un ciudadano muera cuando está intentando hacerse escuchar, ejercer violencia contra la propiedad privada, el Estado y las fuerzas del orden no puede ser justificado sobre la base de supuestas deudas históricas. La saña con la que han actuado los supuestos manifestantes contra la policía en los últimos días es absolutamente inaceptable.
En democracia, el Estado es el único que puede usar la fuerza pública (imposición del orden, persecución y sanción) para imponer el Estado de derecho, en defensa de la ley, las libertades, la seguridad de los ciudadanos y la propiedad. Es una vergüenza que la policía pueda ser maltratada, golpeada y asesinada en el cumplimiento de su deber, y no haya responsables. Que nadie levante la voz para defender a peruanos que son tan ciudadanos como el que protesta.
La violencia se ha convertido, además, en un trampolín a la fama para líderes sindicales, sociales y hasta políticos. Como Alejandro Toledo, personajillo que llegó por azares del destino a la presidencia y que solía recurrir a la amenaza de ponerse la vincha y salir a las calles cada vez que algo no salía como él quería. O Sigrid Bazán, que hace unos días defendió la violencia de las últimas semanas sosteniendo que “la protesta pacífica no genera cambios”. En un Estado de derecho debe haber mecanismos para el reclamo ciudadano. Levantar al pueblo con violencia contra un gobierno legítimo no es uno de ellos.
No podemos seguir permitiendo que se excuse el uso de la violencia detrás del derecho a la protesta. Atacar a policías con piedras y palos, quemar vivo a un oficial dentro de una camioneta, usar explosivos e incendiar comisarías, aeropuertos y destruir propiedad privada y detener un país no es legítima protesta y, si bien muchos de los ciudadanos que desde las provincias del país han llegado a Lima para hacerse escuchar tienen reclamos fundados, hay detrás de las marchas grupos que responden a intereses ilegales y políticos que quieren llevar al país a una guerra civil para imponer su agenda.
Asumamos nuestra responsabilidad en la crisis. Hemos vivido de espaldas al resto del Perú, mirando la pobreza y el abandono como quien ve un documental de National Geographic, incapaces de levantar la voz y de actuar. Ni para cambiar la realidad de millones de peruanos que viven en exclusión ni para defender a la policía y a las FF.AA. que se juegan la vida por defendernos. Bien haríamos en reconocer que hay poblaciones que tienen reclamos válidos y que son ciudadanos con los mismos derechos que nosotros, pero también en romper de una vez la narrativa de la izquierda que dejamos pasar una y otra vez impunemente, como cuando permitimos que conviertan en héroes a los fallecidos en la marcha del 14 de noviembre del 2020, pero no a Soncco, el policía quemado vivo. Y no decimos nada.