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He descubierto que una de las formas más comunes de desacreditar la opinión del otro en estos tiempos de crisis es señalar que “no conoce el Perú”. Al encumbrado académico u opinólogo limeño, porque vive de espaldas al Perú profundo: mira al mundo desde su escritorio centralizado y privilegiado. Y al campesino, porque le falta información debido a la lejanía de libros y educación; por ello, supuestamente, interpreta mal los hechos y puede ser víctima de información malintencionada.
A pesar de que estas opiniones son vertidas por malaleches, en parte tienen razón. Las personas perciben la realidad de acuerdo con su ubicación geográfica y su posición social. Es lo que en columnas anteriores he llamado la “racionalidad localizada”. Interpretamos el mundo sobre la base de nuestra formación, disposición cultural y cognitiva, posición ideológica y múltiples elementos más. Cada persona o grupo, de una forma u otra, construye “su verdad” sobre la base de los elementos mencionados. Es debido a esta parcelación interpretativa de la realidad que resulta saludable e indispensable el encuentro y diálogo con los demás, enriqueciendo así nuestras percepciones y análisis.
Es decir, ¿existe alguna persona que pueda conocer plenamente nuestra realidad? No, no es posible. Y debemos temerles a aquellos que actúan como si la conocieran. Justo ese tiende a ser el rasgo más común del extremista (político, religioso, social) que no advierte matices, sino que se alimenta de gruesas generalizaciones y estereotipos.
Está de más decir que somos una sociedad nacional muy compleja y diversa. Empero, no somos la única con estas características en el planeta. Por ejemplo, si queremos comparar en términos económicos la comunidad autónoma española más rica (Madrid) y la más pobre (Extremadura), hay una diferencia de casi dos a uno en términos del PBI por habitante. En cambio, en el caso nuestro, la diferencia entre regiones en los extremos económicos es de ocho a uno.
Estas brechas grandes tienden a ocurrir en sociedades que están lejos de universalizar los derechos. Entonces, no nos entendemos solo por ser diversos, sino también por nuestra desigualdad extrema. El ninguneo que tantos peruanos expresan sentir tiene como base la falta de reconocimiento de su lugar en la sociedad, sus demandas y necesidades. Como las desigualdades están sumamente correlacionadas con discriminaciones de larga data (etnia, clase y género), ya forman parte de comportamientos estructurados. Modificarlos no solo es cuestión de deseos, sino de cambios profundos sobre cómo está organizada la sociedad.
Pensemos, por ejemplo, en cómo la desigualdad se alimenta de un hecho político central: el fracaso de la representación. ¿Cómo es que no conocemos y actuamos sobre las necesidades y demandas de tantos pueblos del Perú si tenemos tres niveles de gobierno? Como diseño de gobernanza, estos deberían servir como correa de transmisión entre lo local, lo regional y lo central. Por un lado, las elecciones deberían ser un mecanismo para que las principales preocupaciones ciudadanas se plasmen en candidaturas, autoridades y programas. Por el otro, la administración estatal (funcionarios y operadores) debería estar informada sobre las particularidades, dada su presencia en cada localidad.
La crisis política, no obstante, se ha alimentado del continuo debilitamiento de la representación. Hay una ausencia de legítimos intermediarios. Los partidos políticos hace tiempo que dejaron de serlos para transformarse en cascarones de intereses personales. Y la burocracia está infestada de corrupción e ineptitud. En términos de la sociedad, las iglesias también han perdido su capacidad de intermediación, al igual que las ONG, las universidades regionales y las organizaciones sociales, sindicales o gremiales.
Reconstruir o crear legítimas correas de transmisión no son tareas fáciles porque estas deben edificarse sobre una confianza prácticamente inexistente que tendrá que construirse lentamente. A corto plazo, sin embargo, se debe superar la ira que hoy día sostiene el actuar de los grupos enfrentados, ya que, como bien mencionó hace poco Max Hernández, la rabia es lo único que no es capaz de construir. La única alternativa que avizoro es una tregua que nos permita reflexionar y que debe ser impulsada desde una ciudadanía que no comulgue con los extremos que nos están llevando al precipicio.