Aunque a muchos parezca irónico, el Congreso se ubicó desde su inicio en la Plaza de las Tres Virtudes. Allí, desde 1559, se instalaron la iglesia y el hospital de la Virgen Santa María de la Caridad y, en 1575, la Universidad de San Marcos. Luego, en 1584, el tribunal de la Santa Inquisición, por lo que tendría ese nombre. Pero también sería conocida como Plaza de las Tres Virtudes que, según el catecismo, son: caridad (el hospital), esperanza (los estudiantes universitarios) y fe (el tribunal de la inquisición). En 1822, San Martín asignó al Congreso Constituyente, “mientras se construyese el nuevo local”, las instalaciones de la universidad. Y la medida, como todo lo provisorio, se convirtió en permanente, pues allí se construyó, desde 1904, la sede del Parlamento. En 1858 se inauguró la estatua ecuestre de Bolívar y la plaza lleva su nombre desde entonces. Parece una ironía que el Parlamento, en el que muchos no encuentran virtud, esté en la plaza de las tres esenciales, siendo un centro de pasiones y apetitos. Por ejemplo, su primera asamblea fue dominada por el sacerdote Luna Pizarro, a quien Bolívar dedicara sus mayores diatribas epistolares: “Luna, siempre Luna”, decía, era el responsable de todo lo malo, y es una curiosa coincidencia que la efigie del libertador dé la espalda al edificio. El siglo XIX estuvo cargado de conflictos y los gabinetes ministeriales caían uno tras otro ante la censura o la amenaza de ella. Cáceres, a fines del siglo, tuvo 10 gabinetes en cuatro años de los que muchos cayeron en el Congreso. Remigio Morales Bermúdez, su sucesor, también tuvo una decena de gabinetes, varios de ellos enfrentados con el Congreso y en 1892 escribió: “Aquí quedo ya un tanto descansado de las majaderías del célebre Congreso, que cada día se hace más pesado y sin hacer nada de provecho para el país, todo personal y nada más y así cuesta más de 300 mil soles todas sus farsas”. La lista continúa con Piérola, López de Romaña y Leguía en su primer gobierno, una época en la que los ministros asistían con frecuencia al Congreso, los presidentes conciliaban sus gabinetes para salir del embrollo, los parlamentarios no tenían miedo de censurar, y los ministros tenían la elegancia de renunciar. El caso reciente de un primer ministro, ofreciendo embajadas y puestos, para apenas lograr unos meses más en el Gabinete, demuestra que la realidad prima por sobre el fugaz número de votos. Si la crisis económica y el desorden social son manifiestos o si las negociaciones, como en el caso de Cáceres y Morales Bermúdez, son para garantizar el continuismo militarista, esos esfuerzos de nada valen y culminan con nuevos gabinetes a negociar o en una guerra civil como la de 1895. Ya sabemos entonces cómo se aplican muchas veces las tres virtudes: fe (en que lograrán el voto de confianza), esperanza (de poder arreglar con los oportunistas) y caridad (de las repartijas).
La negociación, la supervivencia de los gabinetes son connaturales a la democracia. Pero los temas de fondo son los que dan la verdadera estabilidad. Si el país pierde la fe en el futuro y se apaga su esperanza, no será caritativo con los gobernantes y presionará la acción parlamentaria y el rechazo a la negociación bajo la mesa.