Hace más de 20 años, durante la primera Marcha de los Cuatro Suyos, recuerdo haber visto el edificio del Banco de la Nación ardiendo, el saqueo de tiendas, las bombas lacrimógenas y las tanquetas. La mayor parte de las imágenes circuló por la prensa que para entonces estaba bastante controlada por el gobierno de Alberto Fujimori que, a su vez, manejaba la narrativa oficial. Un dato irónico es que, poco tiempo después, las mismas imágenes registradas y controladas por el gobierno de turno le explotaron en la cara en forma de videos comprometedores que generarían la debacle del régimen.
Las marchas que Lima ha presenciado estos días también han sido denominadas “de los cuatro suyos”. Sin embargo, hay una gran diferencia con la primera y es que las imágenes que circulan se han diversificado y democratizado; son tomadas desde celulares, difundidas en diferentes plataformas de forma inmediata y permanente. Esta profusión de imágenes genera una suerte de economía de símbolos cuya circulación masiva permite nuevas alternativas de información respecto de los medios convencionales, pero también nuevas interpretaciones.
Hoy los símbolos circulan más que en cualquier otra época. Las imágenes captadas por foto o video no son la realidad, sino que representan un fragmento de ella, tienen una connotación simbólica, por lo que son interpretadas de acuerdo con quién las mira. Los símbolos reemplazan a la realidad, condensándola en forma de signo o imagen, y son interpretados de acuerdo con el código cultural que tiene cada sociedad. No existe animal con mayor capacidad simbólica que nosotros, los homo sapiens. Hemos creado símbolos que convocan o causan temor, que en algún momento de la historia fueron venerados y en otros nos guiaron al combate. Lo que hacen los símbolos es revelar cómo piensan los grupos humanos.
Hemos visto imágenes de personas llegadas a Lima desde distintas partes del territorio nacional tomando el centro de una ciudad hecha de edificios de fachadas antiguas y señoriales. Hemos sido testigos de confrontaciones con autoridades uniformadas con armaduras de una forma que recordaba el desigual uso de poder exactamente desde tiempos coloniales. Si bien la carga simbólica de las imágenes de las protestas ha sido variada, muchas interpretaciones han revelado que el racismo en el Perú es parte de nuestra estructura social. El miedo al “otro” pareciera una constante y la desigualdad entre peruanos, sobre todo desde las ciudades que siguen simbólicamente amuralladas, y el terruqueo se convierten ahora en una forma vil de deslegitimar el reclamo justo, pues la pobreza y la exclusión son tan reales como las muertes que la represión ha causado en estos días.
Y, si volvemos a hablar de símbolos, debemos encontrar en la intervención policial a la Universidad de San Marcos todo un símbolo de la arbitrariedad en el manejo de la situación por parte de este Gobierno. La universidad decana de América no solo abrió sus puertas a quienes vinieron a marchar, sino que las ha abierto durante décadas a la población estudiantil de todas partes del Perú y de toda condición social, dándoles la oportunidad de una excelente formación académica, siendo un centro de difusión, integración y desarrollo cultural que va mucho más allá de las aulas. San Marcos es más antigua que el Perú mismo y es una arena de debate, de encuentro y de formación de ideas. Es en San Marcos donde se han formado los maestros que hemos tenido, incluso los que no hemos estudiado en sus aulas. Es en San Marcos donde se encontraron José María Arguedas y José Matos Mar, quienes a través del análisis social y la literatura nos hicieron ver que el Perú, lejos de estar integrado, era una cadena de estrategias, de negociaciones, de desbordes y de convivencias difíciles que se integraban generalmente lejos del ámbito del Perú oficial.
Por ello, ver a una tanqueta violentar la entrada al campus y a un ejército de policías uniformados tratar de manera brutal a las personas al interior de la universidad mostrando prepotencia, machismo, prejuicio, racismo y un innecesario uso de la fuerza no hace sino recordarnos momentos en los que la injusticia ganó en el Perú la batalla de las ideas.
Pierde legitimidad y capital simbólico, pues, un Estado al que “se le va de las manos” el uso de la fuerza o que no tiene un sistema para diferenciar a los grupos vandálicos y violentistas, que existen y nos dañan, de los que hacen un uso legítimo de la protesta. Perdemos todos al no repensar al Perú fuera del esquema de “Lima y provincias” frente al Perú real que pide respeto por las diferencias, pero igualdad de derechos y oportunidades.
Vigilémonos también; es decir, no convirtamos nuestras posturas en absolutas. Que nuestros símbolos tengan una lectura abierta. Un problema que hemos tenido como nación es irnos a los extremos y no cuestionar nuestros propios extremos. Hemos condenado a muchas personas a la “espiral del silencio” donde da miedo dar un punto de vista divergente o impopular por temor a ser aislado o rechazado. Si algo estamos aprendiendo clara y tardíamente de esta amarga situación es que no podemos entender nuestra nación solo desde nuestro punto de vista y desde nuestra perspectiva, sobre todo en estos tiempos en los que parece haber una rara lucha por definir qué es y qué no es el Perú.