La descentralización del poder fue una de las promesas de la Independencia. Junto con las de la prosperidad, igualdad e ilustración. Con ocasión del bicentenario, convendría discutir en cuál de estas materias hemos tenido mayores progresos y en cuáles otras la promesa ha sido más bien burlada. La del descentralismo debe ser una seria candidata para integrar este segundo grupo.
Digo ello porque el grado de concentración demográfica, económica y de casi cualquier otra materia en la capital del país es hoy mucho mayor de lo que era en el año 1821. Por citar dos ejemplos: en el momento de la Independencia, Lima contenía al 4% de la población y no al 30% como hogaño, y la producción de la intendencia de Lima representaba una quinta parte de la de todo el país, mientras que hoy representa la mitad. Y en este caso, incluso habría que añadir que la comprensión del departamento actual es menor que lo que era el territorio de la intendencia de 1821.
No es que se haya carecido de consciencia sobre el problema del centralismo. A lo largo de la historia de la República, ha habido sucesivos intentos por revertir la matriz centralista de nuestra constitución nacional. Como el de la Confederación Peruano-Boliviana de Andrés de Santa Cruz, la descentralización administrativa de Manuel Pardo, la descentralización fiscal de Andrés Avelino Cáceres en la posguerra del salitre y la regionalización de Alan García al final de su primer mandato. Ninguno tuvo éxito, en el sentido de perdurar y conseguir un genuino traspaso de dosis de poder desde el centro a las regiones.
El intento actual, iniciado en el 2002, con la creación de gobiernos regionales de elección popular en los 24 departamentos, no muestra buenos resultados después de dos décadas de vigencia, aunque tampoco me apresuraría a calificarlo como fracaso. Se trata de un régimen que ha consolidado algunas élites regionales y, de hecho, tenemos a algunos líderes políticos que han logrado trascender de la esfera local a la nacional, como en los casos de César Acuña, Martín Vizcarra, Vladimir Cerrón, César Villanueva o Gregorio Santos. El propio presidente Pedro Castillo es, hasta cierto punto, un producto de estas élites. Sin embargo, también es cierto que han brotado escándalos de corrupción y dosis de ineficiencia, manifestados en denuncias que han terminado con gobernadores regionales encarcelados y con el hecho de que, en promedio, los gobiernos regionales dejaron de ejecutar un tercio de sus presupuestos.
Una pieza que viene fallando en el esquema descentralista actual es que a los gobiernos regionales se les transfiere desde el centro dinero para que gasten, pero no se les traspasa la responsabilidad de la recaudación de los tributos que lo reúnen. El buen gobierno tiene entre sus claves la identidad entre las unidades de gasto y de recaudación fiscal. La entidad que cobra los tributos debe ser la misma que tiene la decisión y capacidad de gasto. Cuando el que cobra es Juan, pero el que gasta es Pedro, no se genera responsabilidad fiscal ni rendición de cuentas. Quien ejecuta el gasto debería saber de dónde y de quiénes viene el aporte que le permite hacerlo, a la vez que el que recauda debería ser capaz de mostrar en qué se han invertido dichos aportes. La eficiencia y legitimidad de los gobiernos no se mide solo a la hora del gasto, sino también en el acto de la cobranza. Los gobiernos regionales viven hoy como los peruanos de la era del guano: como los recipientes de un gasto público cuyo origen conocen solo vagamente.
De las experiencias descentralistas mencionadas antes, la que alcanzó mayores logros y tuvo más larga vida fue la de Cáceres, vigente entre los años 1887 y 1920, en la que los presupuestos departamentales llegaron a representar un tercio del presupuesto nacional. Su falla fue la copia en negativo de la descentralización actual, ya que a las juntas departamentales creadas para conducir aquel proceso se les traspasó la cobranza de los tributos, pero se les concedió poca autonomía política (al punto que se puso a la cabeza de ellas a los prefectos, que eran nombrados directamente por el poder central) y unas facultades de gasto muy restringidas, puesto que solo podían decidir en qué gastar una vez que habían cumplido con el pago de la planilla de empleados estatales en su circunscripción, empezando por el prefecto. La experiencia mostró que nunca les quedaba excedente que pudiera destinarse a una inversión decidida localmente.
Hoy se ha optado por transferir a los gobiernos regionales la responsabilidad del gasto, aunque en su mayor parte se trata de transferencias dirigidas a rubros específicos, que no pueden ser cambiados. Pero no se ha transferido la responsabilidad de recolectar y crear sus propios tributos. Es cierto que, entre las tareas de un gobierno, la recaudación fiscal está entre las más delicadas y es preciso manejarse en ella con el cuidado de un cirujano. Pero es por ahí que habría que pensar en una reforma del sistema descentralista actual, si aspiramos a su consolidación y mejora.