Después de un silencio de tres cuartos de siglo, los censos a la población vuelven a enfocar el tema que antaño se llamó “raza” y ahora ha sido reformulado como “étnico”. Este domingo 22 de octubre, el encuestador del INEI nos preguntará si nos sentimos quechuas, aimaras, afroperuanos o de cualquier otra agrupación equivalente.
Los censos peruanos, comenzando por los de los virreyes y continuando con los de la república, hasta el de 1940 inclusive, siempre incluyeron entre los criterios para clasificar a la población a la “raza”, entendida como la adscripción de la persona a uno de los cuatro grupos constitutivos de la población nacional: el conquistador o colonizador europeo (los “blancos”), el colonizado o indígena (los “indios”), y los atraídos como mano de obra en la época colonial (los “negros” o africanos) o republicana (los “amarillos” o asiáticos). A partir del censo de 1961, el dato se abandonó por considerarse que el avance del mestizaje hacía muy difícil clasificar a la población. Esta misma clasificación fue vista, además, como una práctica colonial e impropia de una república que proclamaba la igualdad de sus habitantes.
¿Qué ha ocurrido para que el dato vuelva a ser recogido por el Estado? De un lado, la metamorfosis de la raza en “etnia”, entendida esta como una combinación de rasgos físicos y culturales. La flaqueza se trocó en virtud y la interculturalidad se convirtió en una marca positiva de cualquier política de gobierno; sobre todo en materia de justicia, salud, educación o cualquiera que tuviera que ver con amplias capas de la población. Desde países como Estados Unidos surgió, por otro lado, la idea de una “discriminación positiva” para con aquellos grupos étnicos que históricamente hubiesen sufrido de marginación y abusos. Esta política implicaba darles un trato más favorable en materia de empleos públicos, vacantes universitarias o ayudas sociales. Desde 1990 diversos países latinoamericanos comenzaron a reincorporar el dato de la etnicidad en sus encuestas nacionales.El dato étnico será recogido, sin embargo, de una manera novedosa. Esta vez no será el empadronador quien, rigiéndose por ciertas pautas, clasificará a la persona que tenga al frente. La filiación quedará en manos del propio encuestado, a quien se instará a tomar en cuenta sus antepasados y costumbres y se le dará una lista de ocho opciones, en tres de las cuales hay que precisar información adicional. Estas corresponden a los grupos étnicos amazónicos, a “otros pueblos indígenas u originarios” y a cualquier otro grupo no considerado entre las opciones, que incluyen las categorías de blanco y mestizo, pero no, por ejemplo, la de asiático.
Será interesante conocer cómo se ven los peruanos a sí mismos en términos étnicos, pero hay varios elementos de la consulta que sesgarán hasta cierto punto los resultados. De un lado, el empadronador será un filtro importante, porque no se tratará de un acto parecido al del voto secreto que depositamos en las elecciones en una urna, sino de una declaración pública, de la que será testigo el empadronador como representante del Estado, y el resto de la familia como representantes de la sociedad. Se tratará así de una declaración controlada socialmente.
Ya no se usa el término ‘indio’, aunque se mantienen los de ‘negro’, ‘blanco’ o ‘mestizo’. Aquellos son ahora quechuas o aimaras. Resulta cuestionable, sin embargo, que estos sean vistos como unidades étnicas y no los huancas, lucanas, taramas, xauxas, chinchas, moches, tallanes, chiribayas, aymaraes, lupacas, entre otros más, que eran los auténticos grupos étnicos cuando llegaron los conquistadores. El quechua y el aimara fueron al final idiomas que los doctrineros españoles rescataron y, al parecer, ayudaron a difundir en su tarea evangelizadora. Es cierto que el censo brinda la posibilidad de declararse miembro de otros grupos, rellenando el casillero respectivo, pero los pone en una situación de desventaja estadística.
De otro lado, resulta novedoso que, en una dirección contraria a los censos republicanos realizados hasta 1940, el Estado haya asumido un papel promotor de los grupos indígenas frente a los de blancos y mestizos. Las categorías de quechua y aimara han sido colocadas en primer lugar, mientras que las de blancos y mestizos en último, y la propaganda que viene realizando el INEI de “¡Yo me identifico con orgullo!” muestra a pobladores “étnicos”. Declararse blanco o mestizo equivaldría a una negación de la etnicidad. Esto puede resultar loable, pero la población estará preguntándose por qué el Estado que antaño los gravó con tributos y trató de introducirles el idioma castellano, las normas de urbanidad y la civilización occidental de maneras prácticamente forzadas, hoy se ha vuelto indigenista. La desconfianza de la población puede durar generaciones. Todavía en 1940, casi un siglo después de la abolición del tributo indígena, hubo pueblos que echaron a los empadronadores a pedradas, convencidos de que, como en el pasado, al censo le seguirían impuestos.
Finalmente, el criterio de las costumbres que el censo invita a tomar en cuenta para que uno decida cuál es su identidad étnica resulta confuso. ¿Cuáles son las costumbres quechuas, aimaras o mestizas? ¿Las fiestas patronales son propias de los quechuas y la procesión del Señor de los Milagros de los negros? ¿Ser campesino te hace quechua y criar alpacas aimara? ¿Escuchar huainos es propio de quechuas y valses criollos de blancos o mestizos? La actuación de los empadronadores y del “jefe de familia” serán determinantes a la hora de recoger las respuestas.
El último censo con datos raciales fue el de 1940, que encontró 46% de indios y 52% de blancos y mestizos (refundidos en dicho censo en una sola categoría). Comparado con el censo anterior, de 64 años atrás, los indios habían disminuido y los blancos y mestizos aumentado. Pero en cierta forma ese fue un resultado buscado por el gobierno, que quería presentar al Perú como un país en vías de modernización, que venía dejando atrás su herencia indígena. Con otra idea de modernidad bajo el brazo, será interesante ver qué consigue este censo.